Una de las costumbres que más seguí durante años fue la de celebrar con buñuelos la festividad de Santa Úrsula. En realidad, para qué voy a engañarles, comía buñuelos no sólo los días 20 y 21 de octubre, sino también las semanas anteriores y posteriores a esa conmemoración, hasta llegar en ocasiones casi hasta las mismas fiestas navideñas.
De ese modo, enlazaba casi sin darme cuenta los buñuelos con los turrones, y luego los turrones con los robiols y los crespells al llegar la Semana Santa. Como ven, siempre me han gustado las tradiciones, en especial aquellas que están vinculadas de algún modo con la comida y con los dulces, que en España, por suerte, suelen ser casi todas.
Quizás esa fue la principal razón por la que un día mi querido endocrinólogo hizo que me despidiera ya para siempre de la glucosa y la dextrosa. Desde entonces, me consuelo contemplando los buñuelos en los cristales de las pastelerías o en las paradas callejeras que en octubre vuelven a Palma y que huelen a aceite y azúcar, es decir, a felicidad.
Resulta por ello inevitable que recuerde hoy con gran nostalgia los venturosos meses de octubre de mi juventud, en que no decía nunca que «no» a un buñuelo o a un profiterol de crema, nata o trufa. Reconozco, en cambio, que no era muy fan de las serenatas que había la víspera del 21 de octubre. De hecho, creo que no llegué a ir nunca a ninguna.
En cierta forma, me adelanté entonces a quienes hoy consideran que la festa de les verges ya no debería celebrarse, aun reconociendo que durante décadas ha formado parte de nuestro acervo cultural. Personalmente, yo me inclinaría por mantener ya sólo el rito de los buñuelos de viento y los profiteroles, aunque hoy ya no formen parte de mi dieta.
Soy consciente, por otra parte, de que los partidarios acérrimos de los buñuelos no acaban de ver con buenos ojos a los profiteroles, o viceversa, pero quizás sólo sea porque aquí solemos tener una cierta tendencia a posicionarnos de manera clara y rotunda ante cualquier posible dilema, sobre todo si es de carácter político, deportivo o alimentario.
En mi caso, como ya de niño era esencialmente centrista, no tomaba partido casi por ningún producto, así que unas veces optaba por ejemplo por el Nesquik y otras por el Cola Cao, y lo mismo ocurría con la Coca-Cola y la Pepsi, con el Tigretón y el Bony —sin descartar del todo la Pantera Rosa—, o con los helados de Avidesa y los de Camy.
Que yo recuerde, en aquellos años sólo llegué a ser bastante inflexible en lo concerniente a las tartaletas, las crepes y las ensaimadas, pues en principio sólo me gustaban las de crema, aunque como buen centrista al final acababa comiendo o degustando cualquier dulce o pastel que, más allá de sus posibles ingredientes, valiese de verdad la pena.