Son excelentes comunicadores, de carácter resolutivo y osado. Cumplen con el perfil de buenos candidatos para afrontar iniciativas de innovación y reingeniería. Pero nada es lo que parece. Esta triada constituye solo la parte visible y amable de un síndrome clínico conocido como enfermedad del poder. Un verdadero desequilibrio emocional; en el mismo paquete se presentan con imperiosa necesidad de adulación, con incapacidad manifiesta para soportar la crítica y con la percepción de ser imprescindible. En realidad, como no se puede engañar toda la vida a todo el mundo, solo confunden en sus fases iniciales a los incautos.
En este principio de siglo todo es cambiante. Ni la enfermedad del poder es lo que era. Clásicamente se visualizaba con claridad en monarcas, primeros ministros, propietarios de poderosos imperios económicos, terratenientes o a gobernantes del máximo nivel después de esplendorosas campañas. Mira por donde, la enfermedad ya afecta a una parte del pueblo llano. En su vertiente populista, no se la conoce como enfermedad del poder sino como borrachera de poder. La asociación terminológica con la intoxicación etílica la hace más mundana. A día de hoy se ve, se vive y se sufre hasta en las pequeñas y míseras jerarquías de las instituciones.
Lejos de resolver los problemas, los borrachos del poder, crean decadencia, enfrentamiento e ineficiencia. A punto de la jubilación pueden continuar sumidos en magnas iniciativas que llevan arrastrando desde su juventud y que solo están en su pobre mente enferma. El poder les ocasiona cambios en su estado mental, les hace perder la cabeza y les conduce a un deterioro irreversible. Lo más triste, dejan muchas víctimas inocentes. Por el camino se quedan centenares de afectados; su pecado haberse encontrado un borracho del poder en su camino.
Son tóxicos, arrogantes y usan la mentira, no, no es que mientan, es que usan la mentira de forma compulsiva. El poder no solo corrompe también enferma. En este caso el dominio del poder les hace perder la cabeza. Vaya si la pierden. Es un verdadero desorden de la personalidad, que se presenta con una constelación de síntomas entre los que prevalecen la desmesura, la incapacidad para escuchar a la gente con conocimiento y sensata en tanto que alinean su paranoia con sus despiadados modos de mantenerse en la nada.
Cuando David Owen, médico galés, laborista, ex ministro británico de Sanidad, que tras el paso por la política en la de década de los 90, profundizó en el estudio del cerebro humano y en los cambios que produce el poder en las personas especificó que este trastorno de conducta debería ser estudiado de forma independiente dentro de las enfermedades mentales. Incluso recomendó que la propia Organización Mundial de la Salud lo incluyera con su propio un código en la Codificación Internacional de Enfermedades.
¿Por qué se lo cuento? Por pedagogía. Hay que evitar los Hybris, enfermos o borrachos del poder como sea. Son dañinos y en su entorno tarda en volver a crecer la hierba.
¿Que si es un trastorno frecuente? Quien más quien menos tiene un hybris en su vida y aspira a que alguien normal le suceda en sus responsabilidades. Salud amigos, salud física y mucho aguante psíquico, que lo van a necesitar.