En entrando, ya, en lo que parece ser la fase terminal de la puta pandemia vírica que nos ha estado azotando, con crueldad y alevosía, durante más de un año del Señor, viene siendo hora de que enviemos al estercolero de la historia algunas de las bobadas que nos han invadido a causa, precisamente, de algunas restricciones que nos han sido impuestas en aras de los cuidados sobre la higiene entre los ciudadanos, con el fin de protegernos de la mala bestia voladora.
Una de las principales astracanadas a que nos hemos visto sometidos los humanos durante el proceso viral ha sido, sin lugar a dudas, el saludo entre personas; el famoso codo contra codo. De todas las convenciones sociales establecidas en favor de una hipotética protección sanitaria, ésta es una de las que más se parece a los gestos de procedencia idiota. A un servidor, por lo menos, le parece un claro ejemplo de imbecilidad colectiva: se trata de una gestualidad que, no sólo no nos hace mejores, sino que nos aproxima a un estado de gilipollez manifiestamente sublime. Estamos hablando -o escribiendo- de un lenguaje corporal que se manifiesta como un auténtico retroceso en nuestro viaje hacia la mejora de la civilización. Recordemos que las involuciones, como las guerras, se sabe cuando empiezan pero no cuando acaban.
Hace algo más de un año, se nos fueron las encajadas y acoplamientos de manos; emigraron los abrazos; y, finalmente, se fugaron los besos que los descendientes de los monos y las monas nos traspasábamos en nuestras ambas mejillas (dicho así, en modo castizo). Algunas feministas de la rama guerrera consideran que los besos a los carrillos y mofletes efectuados entre humanos de distinto sexo son odiosos por igualitarios e invasivos. A mi me han parecido siempre una simple muestra de cariño; así, sin más. O sí que es más: pienso que son respetuosos y, sobre todo, respetuosos. Vamos a dejarlo aquí para evitar meterme en un jardín (antes embrollo) del que no pueda salir jamas.
A lo que íbamos: el codo -junto con los dedos de los pies- es una de las partes del cuerpo humano más antiestéticas e indecentes que existen. Ahí, Dios nuestro Señor, desbarró de mala manera, mira tú por donde. La única salvación que tiene nuestra lamentable articulación (o coyuntura, en lenguaje político) se produce cuando, de manera harto alegre, se empina. Y punto.
En el fatídico instante en que un vecino o conocido se me acerca, ya preparado con el codo por delante, me acude a la mente un “palabro” (seguimos con el espíritu auténticamente chulapo) que define, a la perfección, mi estado de ánimo: el ridículo. En una situación tal, me sonrojo, me ruborizo, me avergüenzo y, aún por encima, me turbo como un adolescente buscando palabras soeces en un diccionario; ¿o eso era antes? En momentos como éste, no desearía otra cosa que ser un príncipe de los de los cuentos,, desenvainar mi aguzada espada y cortar, por lo sano, el brazo de mi contendiente, sin ningún tipo de reparos, ni mucho menos, arrepentimiento ni pesadumbre; de la sangre surgiente aparecería mi consuelo.
Estoy completamente convencido de que, cuando todo esto acabe, algunas personas (idas de remate) seguirán mostrando el codo en plan de “divertimento”, o sea, coña marinera. En general, los imbéciles no se afligen jamás; no les viene al ánimo ningún espíritu de regeneración. En este sentido, a ellos ya les sienta de maravilla su estado natural. De ahí la frase: “piensa el imbécil que todos son de su condición”. ¡Ya les vale!
En fin, señores, como cristianos nos debemos a las teorías de la convivencia pacífica, aunque hay que reconocer que a veces, la coexistencia se hace difícil...
Lo de “la imbecilidad al poder” ya no se cuestiona; simplemente, se acata y se obedece. Sic transit gloria mundi. Toma latinajo.