Que la Unión Europea tenía que suponer una necesaria cesión de soberanía, ya lo sabíamos. Incluso, ello es perfectamente compatible con sentimientos nacionalistas ligados a lenguas y culturas propias, algo inescindible del complejo universo del viejo continente.
Lo que nadie nos contó es que esta cesión de soberanía no sería para compartirla con los demás europeos en la elección democrática de un parlamento y un gobierno en aras a construir una nueva identidad, sino que sería simplemente sustituir nuestra voluntad –la de los españoles- por la de los ciudadanos alemanes plasmada en su gobierno.
Esta nueva “Anschluss” a patadas que nos impone la aburrida Angela Merkel en nombre de una supuesta racionalidad, nada tiene que ver con un escenario de corresponsabilidad europea, sino con el paternalismo del grande sobre el pequeño, o del fuerte sobre el débil, del que paga sobre su siervo.
Seguramente, los países del norte, con Alemania a la cabeza, tienen todas las razones del mundo para desconfiar de españoles e italianos, maestros de la chapuza y el estraperlo, pero si queremos sacar algo positivo de este proceso de unificación no puede cimentarse la nueva Europa sobre la postración nacional de los españoles e italianos a los designios de la canciller alemana, o a los caprichos de aroma más o menos racista del primer ministro finlandés. La imagen de un Rajoy absolutamente derrotado por los acontecimientos y resignado a su triste papel de guiñol duele incluso a aquellos que jamás le hubieran votado. Es nuestra dignidad como pueblo lo que está en juego. Aun así, si al menos tuviéramos la certeza de que con los salvajes recortes y zarpazos impositivos del gobierno vamos a poder salir del hoyo, probablemente el ánimo ciudadano sería otro. Los españoles hemos dado muestras de ser un pueblo sufridor y austero cuando ha hecho falta. Que se lo pregunten a nuestros padres. Pero lo que de verdad tiene a la gente desanimada es que ninguna de las decisiones que toma el gobierno como mero transmisor de las órdenes de Merkel parece que vaya a contribuir seriamente a nuestra recuperación, bien al contrario. No se ve horizonte, el barco está encallado y, desde luego, no tenemos capitán.
Si Rajoy no pensaba ser elegido para hacer este mísero papel, tiene una solución muy sencilla y digna: irse a casa y convocar elecciones. Que el que venga hable claro de dónde nos va a recortar, qué impuestos nos va a subir y cuándo demonios prevé que salgamos de la maldita crisis. Sin engaños.
Los del PP, que se han cansado de decir aquella bobada de que un programa es un contrato con los electores, se han visto atrapados por sus promesas. El contrato electoral es, hoy, papel mojado.