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viernes 14 de septiembre de 2012, 13:44h

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Esto va en serio. Seguro que ustedes ya lo habían deducido. La enorme manifestación independentista de Barcelona traspasó, como un cuchillo afilado un pedazo de carne, el umbral del folklore patriótico para adentrarse en el terreno de una revolución nacional. Sin violencia, con terciopelo checoslovaco –qué extraño suena veinte años después-, como el café en un terrón de azúcar, el soberanismo catalán, liberado del lastre que suponía en España la asociación de ideas independencia-terrorismo de ETA, avanza transversalmente hacia el punto sin retorno. De la izquierda radical a la derecha más rancia, pasando por todos los estratos intermedios, del botiguer al obrero industrial hijo de andaluces o extremeños. La España una, grande y libre ya tiene el fruto lógico de su obsesión. Sólo la inveterada ceguera del poder central, anclado en esquemas mentales del siglo XIX, explica la tibia reacción del gobierno, la utilización del mamporrerismo clásico de la prensa nacionalista española y el desprecio hacia los legítimos sentimientos de aquellos a quienes quieren mantener cautivos incluso por encima de su voluntad. En la cocina y con la pata quebrá.

También el matrimonio era indisoluble, y hoy ya ni siquiera se casa la gente. Sin embargo, España sí sigue siendo indisoluble –unidad garantizada por un ejército de soldados centroamericanos a sueldo y por un rey que ya sólo sueña con colmillos y con el próximo discurso de Nochebuena-; el castellano es la lengua genuinamente oficial protegida por el Tribunal Político-Constitucional porque la hablan cuatrocientos millones; las autonomías son las únicas que han derrochado, especialmente las periféricas, y, por supuesto, los catalanes son tacaños, insolidarios, hablan raro y por vicio una lengua que los demás españoles ridiculizan y jamás fueron un reino, sino simples condados de gente de tercera que no pueden consentir el Real Madrid sea el mejor equipo de la historia (del siglo XX). Pero, eso sí, no tienen derecho a independizarse. Además, si se independizan (¿en qué quedamos?) les irá muy mal, no venderán botellas de cava, los españoles de bien arrancarán los lavabos e inodoros catalanes de sus aseos, no comprarán agua catalana cuando estén malitos, ni pizzas congeladas polacas, y los amigos del norte sacarán a los catalufos de Europa a patadas, declarándoles africanos, asiáticos, o extraterrestres. Que les den por saco de una vez, hala.

España será, por fin, el puro sur, el gracejo y la sal de Europa, aunque la buena noticia es que al fin habrá toros por la tele a todas horas. Y los toros me gustan, coño, especialmente los pasodobles.

En Madrid, como hace trescientos años, siguen sin enterarse. Y esto va en serio.        

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