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Lo que va de Dívar a Munar

domingo 03 de junio de 2012, 08:18h

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La Wikipedia define la Ley del Embudo como aquella que se formula mediante la sentencia “lo ancho para mí, lo estrecho para los demás”. Ésta, y no otra, es la única que ampararía el trato diferenciado que está dispensando la Fiscalía anticorrupción a ciudadanos de nuestro país según sean sus circunstancias sociales, políticas o familiares (especialmente, en caso de apellidarse Borbón).

El nuestro es un régimen rayano en la basura democrática, y no sólo por la inseguridad económica que ofrecemos al mundo, fruto natural del trile permanente de algunos banqueros, grandes empresas y gobernantes. Una muestra añadida de esa calidad es el funcionamiento del tercer poder en nuestro país, constatable cuando el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Dívar, se gasta el dinero de todos ustedes en veinte viajecitos al sur de España para su solaz y divertimento –del género que sea-, eso sí, acompañado en casi todo momento de los escoltas que tiene asignados con cargo al erario, que hoy más que nunca sentimos como propio, máxime cuando nos acaban de comunicar que los 24.000 millones que cuesta el atraco de Bankia nos salen a 500 lereles por cabeza (niños, orates y pródigos incluidos).

Mientras, la Fiscalía se apresta a decir que nada de lo que hizo un ocioso y vacacional Dívar es ilegal, penalmente relevante o jurídicamente reprobable, como ya dijo antes, en malabar ejercicio de la probatio diabolica, de Cristina de Borbón, en ese caso sin siquiera haberla interrogado acerca del origen de la súbita riqueza de su deportivo consorte.

Algunos jueces y fiscales -por fortuna, no todos- se quedan así tan anchos, mientras la ciudadanía contiene el vómito.

El mismo órgano defensor de la legalidad, por voz de uno de sus representantes en nuestra comunidad autónoma, el fiscal Carrau, sostiene una petición de prisión de seis años para quien ha sido la segunda autoridad de las islas –como Presidenta del Parlament-, sobre la exclusiva base de la acusación de un coimputado generosamente beneficiado mediante un pacto cuyo alcance exacto no conocemos todavía y cuya versión contradicen documentos oficiales, todo ello entre titulares de prensa precocinados a fuego lento. Constatamos que a Carrau no le adornan el gracejo ni las dotes oratorias, ni tampoco la propedéutica o la metodología. Más bien se aferra a la llamada falacia ad ignorantiam. Para colmo, en sus conclusiones, considera que el hecho de que el vehículo de la entonces presidenta del Consell no saliera de cocheras el día que el colaborador imputado señaló como "de autos" –nunca mejor dicho- es una minucia, porque el coche pudo salir un día antes o no anotarse la salida. ¡Viva la presunción de inocencia! Nada menos que a la época previa al Digesto de Justiniano (siglo VI) tenemos que remontarnos para encontrar sostén punitivo a la sospecha, la mera convicción o el prejuicio personal sin prueba alguna. Para la revolución francesa faltan todavía 1.200 años.  La Constitución, a la papelera.

Resulta evidente que lo único que se busca desde hace cuatro años es apresar una pieza de caza mayor como Maria Antònia Munar –odiada hasta la demencia por el españolismo más zafio a derecha e izquierda y por el falso nacionalismo de la progresía conventual-, de igual forma que en el caso "subvenciones" la mira apuntaba a la testa de Jaume Matas. Incluso aquellos que no simpatizan con la llamada princesa deben reconocer con rubor que toda la acusación es un ejercicio fracasado de construir una realidad con independencia de los hechos probados que hemos podido apreciar en estos días de juicio, más allá de filias y fobias, legítimas o no. Este partido, en cualquier caso, se juega a dos vueltas, o quizás a tres.

En defensa de la Fiscalía hay que aclarar que ni Carlos Dívar ni Cristina de Borbón fueron jamás apestosos uemitas.

 

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