El espectáculo partidista del pasado 8 de marzo, Día de la Mujer, me suscitó la reflexión que hoy quiero compartir con ustedes.
La politización de algo que debiera ser tan transversal como el esfuerzo de toda la sociedad para acabar con las parcelas de desigualdad entre sexos abunda en una perversa dinámica de patrimonialización de valores e instituciones. Los partidos intentan apropiarse de aquello que debiera ser pacíficamente compartido sin importar el color político y, con ello, consiguen que ideas aparentemente neutras acaben siendo marca ideológica.
Nuestro país es tristemente experto en esta tendencia. Por ejemplo, ser republicano ¿es de derechas o de izquierdas? Esta pregunta solo tiene sentido en España, porque, al menos desde 1931, las fuerzas políticas socialistas y comunistas han hecho denodados esfuerzos para dejar claro que la república sería suya o no sería, excluyendo compartir con el resto de la sociedad el legítimo anhelo de dar paso a una forma política del Estado que superase la tradición monárquica de nuestra historia.
Sin embargo, cada vez que determinados políticos proclaman su visión excluyente de lo que debería ser la república, provocan que el lado opuesto del espectro social se ponga a la defensiva, y no precisamente por su apego a la monarquía como institución, sino porque intuyen que esa república se construiría solo para una parte de la sociedad.
Parecida es la situación de nuestra bandera, e incluso del mismo nombre de nuestra patria. Solo en España, decir España o colgar su bandera es algo automáticamente asociado a la derecha. Los políticos de izquierdas, salvo cuando ocupan cargos públicos y no les queda más remedio, suelen evitarlos. Decir tres veces España en una conversación es claro indicio de que somos fachas de brazo en alto, y en este plan.
Y si se trata de un nacionalista, ya ni les cuento la lista de eufemismos y bobadas de las que puede llegar a hacer uso para evitar llamar a las cosas por su nombre.
Pero quizás la más lacerante de las apropiaciones indebidas es la que gran parte de la izquierda quiere perpetrar con la mujer, con las mujeres en general. Resultan vomitivas determinadas consignas de sectores feministas próximos a partidos que, como casi todos, pueden contar episodios de su historia con luces y sombras en la lucha por la igualdad de hombres y mujeres, descalificando zafiamente no ya a sus adversarios, sino a las restantes mujeres que, en pleno ejercicio de su libertad personal, viven y promueven una realidad distinta a la del pensamiento único en el que se quiere encajonar a las féminas.
Afortunadamente, me temo que, de todos los intentos de apropiación partidaria, el de la mujer es uno de los que, con total seguridad, no se consumará, porque, guste o no al feminismo militante, hay millones de hombres y mujeres en nuestro país dispuestos a compartir la lucha contra la desigualdad desde posiciones de centro y derecha.