La polémica sobre quién debería soportar en conciencia la muerte súbita de Rita Barberá es tan mezquina como los motivos por lo que le amargaron sus últimos meses de vida.
Vayan por delante mis condolencias a la familia de una mujer a la que he valorado antes de que le llovieran los epitafios, porque participé con ella del amor a la tierra en la que ambos nacimos y el haber compartido nuestros primeros pasos en el periodismo, bajo la disciplina del diario Levante-EMV y de Radio Valencia SER. Pero también, porque nunca me resultó indiferente ni caí en la tentación de sumarme al linchamiento al que se la sometió por la comisión de un presunto delito, cuya insignificancia honoraría los desmanes de alguno de sus críticos.
Más allá de los hipócritas, inmisericordes y utilitaristas, que siempre medran entre las bambalinas de la política, con este suceso se ha liberado gran parte de la ciudadanía del yugo que les coartaba y por el que se ha estigmatizado sin consideración a determinadas personas, a fuerza de repetir la misma falacia. Un comportamiento radical y desafiante, con el que se han puesto morados algunos advenedizos, pero que ha dejado el Estado de Derecho al pie de los caballos al negar sistemáticamente la presunción de inocencia al oponente, mientras se culpa al mensajero de mentir cuando se trata de excusar a un correligionario.
Esa estrategia vil y deleznable, combinada con un manantial de boutades, ha elevado a los altares a unos mediocres, castigando a los infiernos a quien se ha quedado sin espacio para aplicar la sensatez. Porque la opinión pública, o la publicada (González dixit), jamás hubiera dejado impune a una formación conservadora, que debió abandonar a su suerte a la más leal de sus militantes, incluso antes de que se le pudiera aplicar el código ético de los partidos que la recriminaron. El castigo electoral sería inevitable si, como algunos le reprochan ahora a Rajoy, hubiera cerraba filas en defensa de alguien sin sentencia, pero condenada de antemano.
La sempiterna alcaldesa del Cap i Casal, que ganó todos los comicios a los que se presentó durante cinco lustros seguidos, conviene recordar que cayó en desgracia cuando perdió el poder y sus méritos se vieron eclipsados por un rosario lleno de misterios, intimidatorios escraches, insultos y descalificaciones. La presión social, intensa que no extensa, la dejó aislada de sus conciudadanos y de sus compañeros de filas, porque nadie quería ser confundido por simpatía y en política no son los niños los primeros en salvarse.
Esa cobardía, tan indigna como arraigada, no se la puede confundir con la natural discrepancia. Sin ir más lejos, estos días hemos presenciado la lapidación de un político local, cuya sola presencia levanta ampollas. Es posible que pocos tengan más motivos que quien suscribe para reprobar la insolvencia moral y estratégica de la que hizo gala tiempo atrás, cuya sola evocación me condenó al destierro de su gobierno, pero no por ello dejo de respetarle en su equivocación, como a tantos otros con los que ni siquiera comparto algo de ideología. Que José Ramón Bauzá no revalidara la mayoría que heredó y cometiera errores mayúsculos, no le invalidan como persona, como tampoco desacreditan a quienes le secundaron en su Ejecutivo o desde el partido que le aupó. Esta semana le vuelven a caer chuzos de punta desde los cuatro puntos cardinales, al significarse fuera de plazo o porque encarna el estrepitoso fracaso que obtuvieron los Populares en 2015, aunque no estuvo solo en la travesía. Sin duda, es una reacción desmesurada, sobre todo porque sus pretensiones protagonistas, de ser tan peregrinas, recibirían la respuesta democrática interna, cuando llegue la hora.
Hemos embrutecido la vida pública en demasía, más allá de la necesaria limpieza ética y la regeneración de la confianza en el sistema, que ciertos individuos pusieron en jaque con sus obras. Se ha enrarecido el ambiente hasta el punto de que dos senadores contiguos, que compartieron representación autonómica en la Cámara Alta, han sido cuestionados por propios y adversos o se les ha amenazado con un cambio legislativo para poner fin a sus carreras, basándose en simples conjeturas.
Como la actual ministra de Defensa predijo hace unos meses, el acoso en determinadas esferas es brutal y no van a parar hasta que (Rita Barberá) muera de un infarto. Siquiera han cejado en la ignominia tras su defunción, vomitando odio sobre la tumba, pero su pérdida es una llave maestra con la que se pueden abrir algunas ventanas, para que el aire fresco entre a bocanadas en una vida pública que apesta.