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Al atardecer

Por Josep Maria Aguiló
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jmaguilomallorcadiariocom/8/8/23
sábado 29 de mayo de 2021, 03:00h

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Me gustan las ciudades al atardecer, con esa luz tan peculiar que nos dice que poco a poco se va acabando ya el día. En el ecuador de la primavera, esa misma luz es un poco más clara y prolongada que en invierno, de un color purpúreo o violáceo algo distinto, como si nos dijera que, con un poco de fortuna, el día puede continuar todavía un poco más en otro lugar, con otra luminosidad algo más tenue, que podría ser la de la luna o la de las estrellas.

En estos días de finales de mayo puede ser también así, ahora que el Govern nos ha permitido, como a Cenicienta, poder salir hasta la medianoche. De ese modo, podemos imaginar que tal vez alguien nos invitará a una pequeña fiesta al aire libre, junto al mar, con música en directo, velas o pequeñas lucecitas de colores decorándolo todo, o que quedaremos con nuestra familia o con nuestras amistades para cenar, tomar un helado o charlar un ratito mientras paseamos un poco por aquí y un poco por allá.

La luz del crepúsculo, tanto la primaveral como la de los largos meses del invierno, es igualmente muy hermosa cuando la podemos contemplar en un cuadro, en una fotografía o en una película. Recuerdo que en una de las mejores y más hermosas secuencias de la nueva versión de «Sabrina» (1995), que dirigió el gran Sydney Pollack, la joven protagonista (Julia Ormond) le escribía una carta a su padre al atardecer, sentada en una pequeña y coqueta cafetería de París.

«En la acera de enfrente alguien toca ‘La vie en rose’. La tocan para los turistas, pero siempre me sorprende que me conmueva. Sólo en París, donde la luz es rosa, puede tener sentido esa canción. La llevaré conmigo cuando vaya a casa. Y de ahora en adelante la llevaré siempre conmigo a donde quiera que vaya», escribía Sabrina, mientras una luz profundamente melancólica iba envolviendo toda la ciudad. El final de la película —un final feliz— se resolvía, como no podía ser de otra forma, también en París y en las últimas horas del día, de otro hermoso y maravilloso día en la ciudad de la luz.

Posiblemente, la mayoría de nosotros no llegue a culminar nunca una romántica historia de amor junto al Sena al caer la tarde, ni presumiblemente tampoco al anochecer o al amanecer, pero esa circunstancia no debería de afligirnos en principio quizás en exceso, pues todas las ciudades pueden acabar siendo finalmente propicias para la pasión. Vivamos en el lugar en que vivamos, o en el que estemos de paso, todas las horas del día deberían de ser siempre buenas para poder amar, aprender, soñar, perdonar, creer, añorar, disfrutar, mirar, sentir. Todas las horas del día deberían de ser siempre buenas para poder vivir.
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