Hace 23 años, cuando comencé a ejercer la abogacía, y no utilizábamos todavía, teléfonos móviles, si alguien recibía varias llamadas consecutivas, del que resultaba ser, cuando descolgabas ese enorme aparato con una rueda en el centro rodeada de números, un desconocido, comenzaba la preocupación.
Descolgar entonces un teléfono, durante varios días o semanas, e incluso meses, recibiendo esa misma llamada, con una voz al otro lado (de hombre o mujer), preguntándonos quiénes éramos, cuál era nuestro número de teléfono y nuestro domicilio, sin apenas identificarse cuando les requeríamos para ello, hacía que toda la familia se pusiera en alerta, y que todo el vecindario lo comentara en el supermercado y en los rellanos de las escaleras.
No me puedo imaginar a mi abuela recibiendo varias de esas llamadas durante la semana, requiriéndole (a veces en tono amenazante), para que les diera el nombre de todos los que vivíamos en la casa. No me la puedo imaginar colgando enfadada, varias veces a la semana o varias veces en un día, porque desde ese mismo número, la siguieran acosando.
Y no me lo puedo imaginar porque esto, hace varios años, hubiera sido impensable. Impensable, no que sucediera, sino que quedara impune. Recibir llamadas periódicas de números de teléfono desconocidos, sometiéndonos a un evidente acoso, hubiera sido motivo suficiente para interponer denuncia, que actuara la Policía, la Fiscalía, los Tribunales, e incluso, que el hecho apareciera en los medios de comunicación, aunque hubiera afectado a una única persona.
Ahora sin embargo, vivimos acosados constantemente por números de teléfono que, de forma aleatoria, invaden nuestra intimidad y nos obligan a contestar, o a interrumpir nuestros quehaceres, para mirar la pantalla. Nos acosan con preguntas si contestamos. No respetan nuestra voluntad cuando les decimos que no nos interesa absolutamente nada de ellos. Insisten a veces en tono amenazante. No respetan a nuestros mayores abandonados en la soledad de sus casas, y de vez en cuando, les venden productos y objetos inservibles o demasiado onerosos para ellos.
Nos acosan constantemente y lo toleramos. De nada sirve encolerizarse de vez en cuando y soltarle un rollo a la persona que está al otro lado del teléfono. Están aleccionados, lo dije en mi artículo del pasado domingo, son humanos-robotizados, actúan en una perfecta sincronización con esa máquina que aleatoriamente ha elegido nuestro teléfono para saber si estamos en casa, para saber a qué horas pueden llamarnos para invadir nuestra intimidad nuevamente.
Esto es imparable. Hasta ahora nos teníamos que preocupar de si las palomas nos manchaban con sus excrementos, cuando cruzábamos la Plaza de España, y pronto tendremos que preocuparnos por si algún dron nos golpea en la cabeza, mientras paramos en medio del carril bici, mirando el móvil, porque los acosadores vuelven a llamarnos.