Ha terminado 2018 y nos ha dejado con un preocupante aumento de la tendencia, que viene ya de alguna década atrás, a la instalación en la política de la irresponsabilidad, la mentira y dirigentes aquejados de pseudología fantástica, como se ha dicho recientemente de Donald Trump, aunque no es el único. Individuos con una psicología infantiloide, sin empatía, que utilizan la falsedad como método habitual de comunicarse con el mundo, que no aceptan la crítica, frente a la que se enfurruñan y responden con acritud, violencia verbal y, por supuesto, sin la más mínima capacidad de considerar que pudieran estar equivocados.
Ante cualquier contratiempo o contrariedad reaccionan como un niño al que le hubieran negado, o quitado, un juguete y se enfadan y toman decisiones que perjudican a todos, igual que un crío con un berrinche que tira y rompe todo lo que tiene a mano. El problema es que cuando se tiene un enorme poder, estos exabruptos pueden tener consecuencias dramáticas.
Trump ha cerrado la administración federal estadounidense, con el tremendo perjuicio que supone para miles de funcionarios que dejan de cobrar sus salarios y para todos sus conciudadanos, que dejan de disponer de los servicios federales, porque el congreso no le aprueba la partida de cinco mil millones de dólares para construir el muro en la frontera con México y, ya que la mayoría demócrata le niega el “juguete”, prefiere no aprobar el presupuesto y perjudicar a todo el país. Curiosamente, no se aplica la norma a sí mismo, que quizás debería ser el primero en irse a casa y, a ser posible, no volver.
Pero el problema no es solo Trump, sino también quienes le votaron, una mayoría de hombres blancos de clase media baja empobrecidos y cabreados con el mundo, porque están convencidos de haber sido maltratados por la vida y el “establishment” y reaccionan irreflexivamente dando su voto a un personaje volátil, inmaduro y mentiroso, que no vacilará en dejarlos tirados si así le conviene o se le antoja.
Algo parecido sucedió con el referéndum del “brexit”. Muchos británicos, sobre todo ingleses, de clase media y cierta edad compraron los argumentos de los augures de la salida de la UE, que vaticinaban todo tipo de bendiciones y mintieron descarada y desvergonzadamente sobre la supuesta oleada de invasiones de inmigrantes. Y siguen empecinados en la mentira y Theresa May, atrapada en sus propias contradicciones, se enfosquece y cabrea con la UE porque los europeos le han dejado bien claro que fuera de la unión no se pueden tener las mismas condiciones y derechos que siendo un país miembro y que si quiere un tratado comercial favorable, tiene que respetar la libre circulación de personas, igual que si lo fuera, así que se irrita como una niña a la que no quieren dejar que juegue con la muñeca de otros, mientras ella no quiere dejar la suya.
Y los rusos votan a Putin, que mantiene a la mayoría de la población en precario, con unos servicios sociales tercermundistas, pero ha invertido ingentes cantidades de dinero en la modernización y expansión del ejército y en el desarrollo de alta tecnología militar, culminado con la presentación del mísil hipersónico “avantgarde”, supuestamente ininterceptable y de alcance mundial. Así que los rusos ya están orgullosos de volver a ser potencia militar mundial, aunque, eso sí, a costa de una sanidad y una educación públicas peor que deficientes, unas infraestructuras penosas, unas pensiones de miseria y una expectativa de vida quince años inferior al de los países europeos occidentales, aparte de estar gobernados por una camarilla corrupta y mafiosa.
La consecuencia de la rabia, la frustración y el revanchismo de amplias capas de la población en los países desarrollados de Europa está siendo el ascenso de políticos mentirosos, populistas, racistas y xenófobos que habitualmente lanzan sus mensajes desde plataformas políticas de extrema derecha, que pescan votos en el río revuelto del desengaño y el resentimiento.
Pero votar a la extrema derecha, más o menos disfrazada, puede irse de las manos y tener consecuencias devastadoras. El sentimiento de humillación de los alemanes tras la Primera Guerra Mundial, propició el ascenso de Hitler y el nazismo con las consecuencias que todos sabemos. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, en una Alemania completamente arrasada, física y moralmente, una anciana se preguntaba: “¿cómo nosotros, los alemanes, una de las naciones más cultas de Europa, hemos podido acabar así?”.
Nosotros deberíamos hacernos esta pregunta de modo preventivo, ¿cómo podemos acabar si escuchamos los cantos de sirena de los políticos de extrema derecha? Solo los niños creen en las soluciones fáciles y radicales, y no deberíamos olvidar que el fascismo, más o menos disfrazado, es la última opción a la que recurren los poderes económicos cuando piensan que están en peligro, cuando empiezan a financiar con gran cantidad de dinero a los políticos que consideren más adecuados a sus intereses, que en ningún caso serán los de los votantes enrabiados y resentidos que piensan captar con mentiras, “fake news” y fomento de los más bajos instintos de xenofobia, racismo y revanchismo.
Para el 2019 que empieza, sería deseable una recapacitación colectiva y que la razón se imponga, al menos en una mayoría suficiente, a la irracionalidad, a la insensatez y a la creencia en las soluciones mágicas, que acaban siendo trágicas.