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... La sangre altera

Por Jaume Santacana
miércoles 13 de mayo de 2020, 01:00h

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Año tras año se produce la misma situación y, sin embargo, me sigue sorprendiendo. Es el milagro de la Naturaleza (sí, con mayúscula), que escapa, afortunadamente, al pesimismo generalizado y a la lógica más banalizada. La dicha “Naturaleza” ofrece este espectáculo vitalista anual con la misma fuerza con la que nos manda un virus que mata por doquier y que no sabe de piedades o misericordias. Más contraste, imposible.

Hacia finales de mayo y principios de junio -con pandemia o sin ella- el cambio meteorológico se instala en el mundo (y de una manera muy especial en la zona mediterránea) y revoluciona el espíritu. Una entrada de clima benigno –que no bochornoso- refrigera los ánimos, levanta mantas y prepara el cuerpo para determinadas acciones como son el contacto con el sol y el deseo de ingerir una serie de alimentos absolutamente relacionados con la época, con el momento.

Una sugestiva y sensual explosión de colores y gustos invade el entorno y contagia (lamentable verbo, actualmente, ¡pardiez!) a todas aquellas personas que, todavía, sienten algo en la piel; a los que la sensibilidad no les ha abandonado completamente. Como siempre ocurre, a los berzotas de turno, estas “simplezas” ni les van ni les vienen; ellos, a su bola.

Da la impresión de que, durante este hermoso período, la Naturaleza se pone al servicio de los humanos -de los latinos mayormente- y les ofrece una gran cantidad de elementos agradables, sabrosos, excelentes. La primavera es el momento del año en que la carne es más suculenta, el pescado más formado y apetecible y las legumbres más tiernas y lozanas. Los animales comen con una voracidad natural como consecuencia directa de sus hierbas que lucen un verde de gala…todo es mucho!

Es el momento, también, de la sardina: a partir de medio abril, el mar se calienta en la superficie y aumenta, con la temperatura, la alimentación, el plancton. La sardina engorda. En mayo, la sardina entra en su punto culminante: crecida, grasienta, de carne blanca, dura pero suave. La sardina hay que comerla –siempre de los “siempres”- a la brasa; no hay que comerla jamás a la plancha ni al horno ni frita ni rebozada. Nunca! Se lo dice un dogmático de tomo y lomo. Un poquito de aceite de oliva y un pensamiento de vinagre (a los que les vaya el punto acidulado; un servidor lo utiliza con los salmonetes; a la brasa, no faltaría más). Quizás, un toque de ajo y perejil. Un si es no es. ¡Deliciosas y contundentes sardinas!

Existe una cocina de primavera –como, evidentemente, hay una cocina del frío- y de entre todas las maravillas que surgen de la tierra en estos momentos, las habas y los guisantes forman parte de la aristocracia culinaria. Son productos insuperables, invencibles. La mejor cualidad de las habas es una piel imperceptible y un ligero punto amargo; esto se consigue con las habitas, juventud radiante. Las habas viejas devienen ásperas, rudas y adustas. En cuanto a los guisantes, valoro la condición etérea y dócil de su piel y su santa dulzura.

En mi modesta opinión –que comparto, absolutamente, con el excepcional escritor Josep Pla- el plato de primavera, por excelencia, es el congrio con guisantes. Relata Pla: “el congrio es un pescado de aspecto horrible, serpentino pero sin malicia, de un color vagamente negruzco, blando y fangoso”. Por si misma, me permito añadir, la carne del congrio no tiene nada de particular, pero adquiere una gran importancia cuando se presenta acompañado de algún componente positivo, por ejemplo, los guisantes que –como quien no quiere la cosa- mejoran el sabor del congrio y demuestran la fuerza de adaptación que tiene esta leguminosa.

Y qué decir de la fruta que la tierra nos regala durante estos días…Las fresas (sobretodo las de bosque; sí, sí: ¡todavía quedan!), perfumadas, minúsculas, bellísimas; las cerezas, de una rojizo denso y de una gran suntuosidad gustativa; algunas peras primaverales (en algunos sitios las nombran como “peras de San Juan”), peras-criaturas, juguetonas, de mordedura convincente; los nísperos, agridulces, carnosos, de hueso fácil y reluciente; los albaricoques, algo pastosos –perfectos para confitura- aparecen envueltos en una piel aterciopelada (¡que palabra más deliciosa…!) y, a veces, mantienen unas pequeñas manchas como de hierro que suelen ser riquísimas.

Me interesa el tema y me parece inagotable. Podría estar horas y horas – letras y letras- enumerando las delicias de los productos y materias primaverales, pero lo último que deseo constatar es la tremenda, enorme, colosal, variabilidad energética de este momento fulgurante, que remueve corazones, razones, espíritus y estómagos y que irisa el triste y mediocre panorama rutinario –y político, si me apuran (sí: economía es política)- ofreciéndole una inmensa gama de vida.

Y, evidentemente, no querría cerrar este breve texto sin un sentido y profundo homenaje a todas aquellas víctimas que -a causa del brutal genocidio cometido por el criminal virus que nos está azotando este lamentable año 2020- ya no podrán volver a gozar de otras primaveras... Ojalá que encuentren en el Cielo una Primavera absoluta y definitiva.

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