Vengo escuchando hace días que la tragedia de Valencia nos ha servido a todos como vacuna. Supongo que lo afirman expertos que aúnan conocimientos en ramas tan dispares como la sociología y la meteorología. La pena es que no nos aclaran cuánto durarán los efectos de esa vacuna, si serán temporales o permanentes. Como yo hice un curso de primeros auxilios para subir montañas, me aventuro a opinar que cuando deje de llover con la fuerza que lo está haciendo, y los medios de comunicación retiren sus focos del desastre humano y material de la zona más castigada por la DANA, los efectos colectivos de esa vacuna imaginaria comenzarán a mitigarse.
El examen sobre la gestión antes, durante y después de aquel desastre no lo aprueba nadie. Las calificaciones se mueven entre el no presentado (algunos durante horas, otros durante días, y alguna durante más de una semana) y el muy deficiente. Como consecuencia del navajeo político, la agenda de los medios está centrada en la depuración de responsabilidades por lo sucedido hasta ahora. Está bien que así sea, pero habría que comenzar a preocuparse un poco más del futuro.
A los que afirman que estas tormentas violentas se abaten sobre el Levante español desde hace siglos, que no son nada nuevo y que por tanto no justifican ninguna agenda contra el cambio climático, habría que preguntarles qué opinarían si hoy, en lugar de doscientos muertos, tuviéramos que enterrar a dos mil, o a veinte mil, que son las cifras que se manejaban en las inundaciones del medievo.
Sucede que hace siglos no existían ministerios de obras públicas, ni de medio ambiente. Y el antiguo diezmo que cobraban la Iglesia o los monarcas ha sido sustituido en el mundo occidental por un sistema de recaudación fiscal que genera recursos públicos suficientes para acometer costosas infraestructuras públicas. Pero el cortoplacismo de unos y otros lleva a la irresponsabilidad de no plantear inversiones millonarias imposibles de rentabilizar en una legislatura. Es la filosofía de “el que venga detrás que arree”.
Así, todos los gobernantes se dan de bofetadas por inaugurar un hospital, una carretera o un colegio. Pero apostar por un proyecto de ingeniería civil cuyos beneficios se podrían comprobar pasadas dos décadas… ese es otro cantar. La realidad nos muestra unos fenómenos meteorológicos cada vez más extremos y frecuentes. Podemos obviar el debate sobre las causas, o por expresarlo con más claridad, el grado de intervención humana sobre el cambio climático. Pero la estadística aquí no engaña, y va a obligar a los expertos -los de verdad- a emplear otras magnitudes a la hora de diseñar la capacidad de resistencia de una presa, o de calcular el caudal que puede soportar un barranco para cumplir su función cuando descarga el diluvio universal.
Cuando uno reivindica la necesidad de alcanzar grandes pactos de estado para proteger el sistema o las instituciones hay quien no está de acuerdo, precisamente porque se cisca en el sistema y en las instituciones. Pero no parece un disparate pensar que, si hablamos de proteger vidas humanas, esos pactos son más viables si se afrontan con un mínimo de responsabilidad.
Vamos a ignorar que el otro día, en la manifestación para pedir la dimisión de Mazón, había representantes públicos que hasta hace bien poco defendían la necesidad de recuperar el antiguo cauce del Turia. Esa decisión hubiera provocado miles de muertos en Valencia hace tres semanas. Uno se resiste a creer que pueda existir una política hidráulica de izquierdas, y otra de derechas, como si el sesgo ideológico influyera en el cerebro de un ingeniero civil que proyecta una obra para evitar los efectos de una riada salvaje.
Las gotas frías van a a continuar. Habrá que mejorar los sistemas de alerta y hacer una pedagogía seria entre la población para que todos sepamos cómo actuar en situaciones de riesgo extremo. Más que simulacros de incendios en los colegios o en los centros comerciales, necesitamos simulacros de inundaciones. Pero todo será insuficiente si no se planifican nuevas infraestructuras que respondan a la realidad climática que estamos viviendo, y que vamos a vivir las próximas décadas. Por una vez, administraciones y partidos podrían ponerse de acuerdo y trabajar en un gran pacto de estado. Los fondos europeos también están para esto.