Desde hace muchas décadas, de vez en cuando, salta a la palestra una polémica que sacude las mentes más cinéfilas del país. La cosa consiste, básicamente, en argumentar sobre si las películas extranjeras que se exhiben en salas de cine o en televisión deben proyectarse dobladas o subtituladas a las distintas lenguas oficiales que rigen en este tan curioso estado español.

Por lo que se refiere a mi persona, mi opinión está dividida aunque soy dueño de una resolución final tajante y contundente. Veamos: por un lado, entiendo que la voz original de muchos actores y actrices de allende las fronteras forma parte, indiscutiblemente, del carácter artístico que confieren a sus personajes interpretados. Eso está medianamente claro. Por lo tanto, siguiendo este principio digamos estético, puedo admitir que sea ineludible respetar los matices sonoros de sus peroratas como parte nuclear de su trabajo. Por otra parte, y de una manera bastante generalizada, las voces prestadas por no pocos dobladores son poseedoras de una fuerza declamativa que, sin lugar a dudas, brillan por su excelencia.

Situados en este berenjenal dialéctico, no podemos eludir, de ninguna manera, el horripilante efecto que produce en la pantalla la inserción de diálogos traducidos; textos que, además, aparecen resumidos por motivos obvios y carecen del colorido literario que el guionista les ha conferido. La repugnante sensación de grima que sufre el espectador al observar las imágenes manchadas por letras es perfectamente descriptible.

Es un auténtico coñazo tener que pasarse la película leyendo las letritas que van apareciendo cíclicamente y perdiéndose lo que está ocurriendo en las imágenes; y además es un verdadero fastidio constatar que, a cada momento aparece, en la parte inferior de la pantalla, un chafarrinón mecanografiado que distrae al más atento.

Conclusión: versión original –sin subtítulos, ¡pardiez!,- para los enterados de la lengua extranjera en cuestión y films doblados para los profanos del idioma en danza.

Y sanseacabó.

O no sanseacabó. Porque por muchas letritas que interfieran sobre la pantalla y molesten al espectador, eso no es gran cosa comparado con el azote constante del crujido de mandíbulas durante el período de trituración y mascadura de las horribles palomitas cuyo perfume, además, se asocia más a un cocodrilo putrefacto que a las inocentes y candorosas aves mensajeras.

Y la mayoría de la colectividad masca –para más regocijo- con las tragaderas abiertas de par en par.

¡Olé!

Jaume Santacana

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Jaume Santacana

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