Continúa la lluvia de casos judiciales por supuesta corrupción durante pasados mandatos del Govern, el Consell o el ayuntamiento de Palma, con más y más imputados que irrumpen casi diariamente en la escena pública. En ese aluvión, muchos ciudadanos tienden a poner a todos en el mismo saco: da lo mismo un fraccionamiento de facturas que una comisión pagada a un político; es equivalente un soborno a ser parte de una trama, término en el que cabe todo el mundo; da igual haber robado que haber cobrado un precio que a un profano le parece excesivo. La simplificación, natural en quien no ha analizado de qué estamos hablando, conduce a igualar a todos en la descalificación, en la condena, en el desprecio. La tarea de impedir que todo imputado o, incluso, testigo sea puesto en el mismo saco, bajo la misma sospecha, es superior a las fuerzas de cualquier particular: estas dinámicas son crueles, avasalladoras, ignorantes del matiz, pero a la vez inadmisibles en una sociedad moderna, que no debería ser primaria. Pero no, aquí todo el mundo se suelta la melena diciendo barbaridades tanto contra los unos como contra los otros, y se queda tan ancho mientras con un palillo se quita las migajas de comida de entre las muelas. Pero no es así. No existe ningún punto de comparación entre llevarse dinero a casa y firmar una factura con un concepto que ha sido forzado; entre robar y saltarse uno de los mil trámites que marca la ley; entre apropiarse de lo ajeno y pagar de forma atípica un servicio que es real, que se ha prestado, que se ha solicitado. El torbellino de casos y casos sigue en los juzgados, lo cual es justo si queremos acabar con la corrupción, pero todos deberíamos mantener claros algunos conceptos que no se deben confundir bajo ningún concepto. Sobre todo cuando la condena social es tan importante como la penal.
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