Rectificar es de sabios.
Reconocer los errores que se cometen es loable. Hacerlo con humildad y con afán de enmienda sería lo correcto.
No hay problema en aplicar medidas contundentes, en tomar algunas decisiones en contra incluso de los principios de una política o de una promesa, empujados por circunstancias ajenas o coyunturas desfavorables. El puente de mando es un lugar solitario y difícil. A menudo desagradable.
La empatía engrandece al líder. Su trabajo será reconocido y juzgado por los ciudadanos. Y con el paso del tiempo, la historia pondrá a cada uno en su lugar.
Pero si algo necesita un presidente es capacidad y voluntad de diálogo.
Hoy, cuando la comunicación y la información nos llega sin tregua, la opinión es un derecho fundamental. Como tal debe ser tenido en cuenta, ser respetado y escuchado.
Sentarse a dialogar es un deber de los que dirigen y una señal de respeto hacía los ciudadanos que claman ser oídos.
Los gritos al viento, las peticiones que caen en saco roto sólo aumentan la desazón, la desesperanza y dan cuerpo a un sistema totalitario de gobierno, algo que hace tiempo quedó descartado.
Dialogar es una obligación del gobernante. Por descontado él aplicará sus normas y sus decisiones.
La mayoría absoluta no lo admite todo. Y un presidente es un servidor público pagado por todos aquéllos que tienen derecho a ser oídos.
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