JAIME ORFILA. Cuando a los españoles se les pregunta si aprueban o desaprueban la forma como están desempeñando sus funciones los distintos grupos sociales o las distintas instituciones, son muy claros. Solo los científicos y los médicos superan el 90% de aprobación. Les siguen, por encima del 80%, las pequeñas y medianas empresas, los profesores de la enseñanza pública, Cáritas, la Guardia Civil,…. y punto. En el otro extremo, con una aprobación inferior al 20%, y por orden decreciente se sitúan la patronal, el Parlamento, el Gobierno del Estado y los bancos. Las últimas posiciones de la encuesta la ocupan los partidos políticos y los propios políticos, con un 7 y un 6%, respectivamente.
Estos son los datos de un sondeo realizado por Metroscopia, correspondiente al mes de marzo, y publicados por El País. Los resultados coinciden en todos los rangos de edad y son independientes de su inclinación política.
Es muy significativa la apuesta radical de los ciudadanos por la sociedad civil y la desafección extrema por las instituciones de representación política y por los órganos de gobierno. Paradójicamente, éstos son los que tienen que realizar las actuaciones que permitan salir de una crisis económica que se manifiesta como estructural y que está afectando a una capa muy importante de la colectividad.
El 94% por ciento de desaprobación de los políticos y los partidos, es tan elevada como preocupante. Una cifra tan apabullante puede ser de todo menos casual. Los ciudadanos les sancionan como responsables de la situación. Por otro lado, tampoco es casual que la crisis afecte de una manera muy desigual a las distintas capas sociales y que algunos países de la unión hace tiempo que están en la senda de la recuperación. Todos estos aspectos influyen en la valoración de una manera determinante. La falta de confianza de los ciudadanos en sus representantes es un elemento de desesperanza y desaliento. El ciudadano alberga serias dudas sobre el mantenimiento de la cobertura de las necesidades elementales del pueblo. La seguridad, la suficiencia económica, el soporte en la necesidad y en la debilidad y la supervivencia de las pensiones tal como las conocemos generan preocupación.
Es como si en las jerarquías de los partidos y en sus entornos, con honrosas excepciones, se hubiera consolidado, el principio de incompetencia, el popular Principio de Peter, y lo hubieran contagiado a las instituciones. Así se explicaría que, con el tiempo, y a medida que los puestos son ocupados por un responsable que es incompetente para desempeñar sus obligaciones, se genera la necesidad progresiva de incrementar los efectivos y el personal para intentar remediarlo. No sé si al lector esta dinámica le recuerda su propia organización; por que engañarnos, a mí, si me la recuerda.
Mientras los ciudadanos pidan más sociedad y los partidos respondan con más política, se mantendrá la divergencia esencial entre representantes y representados. La confianza se gana en la cercanía, en la escucha, en la profesionalidad, en la previsibilidad. Solo el cambio de actitud y reformas estructurales contribuirían a disminuir la incertidumbre y el desasosiego y a recuperar la confiabilidad en las instituciones.
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