Palma (lo que antes era Palma de Mallorca i lo que para los habitantes de la llamada “Sa Roqueta” siempre ha sido “Ciutat”).
Plaza de Santa Eulàlia, en el viejo Café Moderno, regentado por su propietario “Siso” (un hombre de calado profundamente mallorquín y provisto de una dosis abundante de ironía vital y arcaica) y una terraza atendida por Xisco (otro isleño de raza, viva representación del ancestral oficio de camarero; de camarero auténtico, de los que ya quedan pocos: esmerado, servicial —con respeto y dignidad— y lejos, muy lejos de aquellas personas que “sirven” cafés, bebidas y tapas sin sonrisa, sin atención hacia su cliente, sin ganas, sin afeitar, sin clase y sin vergüenza..., la gran mayoría, multitud de ellos).
Media tarde, con luz abrileña y temperatura serena y apacible. Sentado en una mesa exterior, con un magnífico y civilizado gin-tónic de Seagrams y junto a mi amada Carmen, de ánimo pausado y reflejando serenidad en sus ojos que desprenden una alma limpia, curiosa y agradecida.
Contemplo, pausadamente la plaza, un escenario que —como toda plaza que se precie de tan bello nombre— está presidida por un edificio noble, de belleza indiscutible y una historia incontestable; en este caso, la iglesia dedicada a Santa Eulàlia.
No me siento foráneo ni extraño en este ambiente: Palma es, para mi persona, un sitio hogareño, un lugar donde he pasado una parte importante de mi vida, en el que conozco a muchísima gente y en el que me muevo como en casa. Los mallorquines tienen una manera peculiar de denominar a sus visitantes: para ellos, existen los mallorquines (evidente), los catalanes, los forasteros (residentes en otros lugares de la geografía española) y, en último lugar, los extranjeros, los “de fuera”.
Disfruto, placidamente, de mi bebida refrescante y occidental y me dedico, simplemente, a observar: manadas de turistas pasan delante de mis ojos. Algunos caminan pesadamente en grupo, dirigidos por lo que sería un líder, un pastor, un guía, en definitiva; otros circulan en grupos menos numerosos; y otros pasean de forma familiar, binaria o, incluso, pocos, en solitario.
Muchos de ellos llevan “tatuado” el sol que, inconscientemente, les ha dejado huella en su rostro, brazos o piernas. Un fuerte color rojizo (dentro de la gama que ofrece la gamba de Sóller) refleja lo que debe ser su malestar y su escozor por la falta de proteción y su política absurda de “Viva la Vírgen” cuando llegan a las islas y desatan sus más bajas pasiones para olvidar las tristezas de sus puntos de origen... sus nubes eternas, el frío espantoso, su trabajo rutinario, su falta de alcohol constante y sus normas de conducta más estrictas y empobrecidas.
Eso sí: algo les une en común: su vestimenta. Es terrible, vergonzoso y lamentable contemplar como se visten. Si ustedes me lo permiten (y, ya de paso, me lo perdonan) debo relatarles que los llamados guiris (turistas tronados, cutres, perjudicados) se visten como el culo.
Hay que destacar, así en general, en muy general, que el guiri es feo: feo a matar (por lo menos en un 85% y con raras excepciones). Si encima, sus atavíos, sus atuendos son lastimosos, pues peor me lo pones.
La mayoría de extremidades inferiores, tipo pies, no han conocido jamás lo que sería un podólogo; es decir, ni los cuidados personales e individuales que todos debemos tener en el “adorno” de dedos y uñas. Otra cosa ya es la pura y simple higiene: agua y jabón... o, simplemente, agua. Calzan unas sandalias roïdas por el uso y, sobre todo, abuso, cuando no unas deprimentes chancletas que muestran en su interior (en la parte que toca a su piel) una especie de musgo resbalón que, con el sudor propio producen, al andar, una especie de chasquido indecente que da grima escuchar.
Van en calzón corto, o muy corto, con telas de dudosa procedencia, mostrando unos muslos y pantorrilas que dejan todo que desear: todo menos lujuria. Ya, lo de camisas o polos es lo más: colorines e irisaciones ridículas, cursis, grotescos, extravagantes, estrafalarios y esperpénticos. Es el no va más de la indignidad, del mal.
Ya, al anochecer (o en noche cerrada) a esa vestimenta se le añade un comportamiento basado en el grito, la desafinación de músicas corruptas y las borracheras, las cogorzas apocalípticas: entramos en la fase del despiporre generalizado, de la rotura de todas las conductas que nunca pudieron realizar en sus países y ciudades de origen.
Ahora bien: respondo a la pregunta que he formulado en la titulación de este artículo: “¿Por qué el guiri se viste de guiri?”: pues, la verdad, no lo se. ¿por falta de respeto? Podría ser.
Vamos, indefectiblemente, a menos...
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