Categorías: OPINIÓN

Popotitos

Recientemente -hace unos pocos días- repanchigándome en el sofá de mi casa, enchufé (antes se decía así) mi aparato de televisión, y me encontré, así, como quien no quiere la cosa, con un documental de esos que dedican a los animales; normalmente, a las bestias salvajes en parajes africanos de características selváticas o bien en zonas de sabana y eso.

En el caso que nos ocupa (o, por lo menos, me ocupa a mí. ya que, por lo que se refiere a ustedes, amables lectores, puede que les importe un rábano); en mi caso, pues, pude televisionar unas espectaculares y plácidas imágenes protagonizadas por una familia de hipopótamos.

Desde mi más tierna infancia, he sentido un amor especial por el hipopótamo. Siempre me ha parecido una criatura angelical, rozando la perfección estética (con sus proporciones no asumibles por el ser humano), y siendo un modelo ejemplar de animal en lo que a comportamiento emocional se refiere. Una joya.

Como casi todo el mundo conoce, la etimología de la palabreja proviene de la combinación de dos vocablos griegos: hipos (caballo) y potamós (río): caballo de río. A causa de este nombre, el hipopótamo se ha visto obligado –desde hace millones de años (exactamente, desde que se separó de su hermano mamífero, la ballena)- a vivir en los ríos.

Al animalito de marras, le encanta el agua, su medio natural, su vida. A veces, se pasa dieciséis horas “enaguado”, respirando, solamente, cada cinco minutos. Me pregunto yo, ¿por qué carambas los descendientes de los primates -o sea, nosotros- tenemos que respirar tantas veces? ¿Hace falta dar tanto trabajo a nuestros pulmones y demás vías respiratorias? Medítenlo, por favor.

El cariño que yo profeso a los hipopótamos no procede de un sentimiento racional complejo, sino de una especie de soplo de mi corazón que, ardiendo, insufla arrebatos de amor hacia esta pobre bestia. Lo mío es, de verdad, amor eterno, sin tapujos, sin exigencias, sin mentiras y con una fidelidad a prueba de bomba.

Tuve la ocasión, hace ya unos cuantos abriles, de sostener en mis brazos a un hipopótamo recién nacido. El suceso tuvo lugar en el parque zoológico de Barcelona, ciudad de Ferias y Congresos. Los responsables del zoo, prevenidos sobre mi filia hipopotámica, tuvieron la amabilidad de ponerse en contacto conmigo para invitarme a visitar a un hipopótamo recién nacido; en cautividad, pero, finalmente, nacido.

Fue tal la emoción que me embargó cuando me lo presentaron que –mirándole directamente a los ojitos – no pude llegar a evitar que unas lagrimitas de felicidad se desprendieran por mis mejillas. Yo tenía, abrazados, cincuenta y tres “quilitos” de carne fresca, pura ternura, sana dulzura. Estaba húmedo. Era macho (copulan y paren debajo del agua…¡toma ya!) y su finísima piel, tersa y suave, rozaba la desnudez de mis manos…

Al cabo de cierto tiempo, 'mi' hipopótamo –bautizado 'Popotitos', como el famoso rock- ya pesaba unas tres toneladas de nada. Y aun así, su agilidad mental y física asombraba a todo el mundo. Mi 'Popotitos', ahora mismo, alcanza los treinta quilómetros por hora…en distancias cortas, ¡eso sí!

A la pregunta de ¿se puede amar a un hipopótamo?' –cuestión que me pregunto a menudo - debo responder, con valentía, con entereza, pero también con honradez, que sí. Sin ninguna duda: es una criatura que se deja querer, que refleja en sus ojos el deseo y la gratitud; la complacencia y la virtud.

Cada vez que veo a un hipopótamo, siento un estremecimiento difícil de describir. Todo mi interior sufre una fuerte sacudida, absolutamente imposible de frenar. Mi mente se nubla y mi respiración se vuelve agitada.

¡Te quiero, 'Popotitos'!

Jaume Santacana

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