Hace dos semanas, en esta misma columna, publiqué un artículo criticando que el Consorcio de la Playade Palma, tras casi ocho años de existencia y habiendo gastado un mínimo de 27 millones de euros, no hubiera sido capaz de mover ni un ladrillo mientras que Londres, en menos tiempo, planificó, diseñó, ejecutó y acabó las obras de las instalaciones dela Olimpiadaque tendrá lugar este verano. Algunas personas me sugirieron que los culpables podrían ser o la anterior gestora de este organismo, Margarita Nájera, o al actual, Alvaro Gijón, o el equipo de funcionarios que no han sido capaces de hacer su trabajo, o los gobiernos de los que depende el ente, por no saber fijar los objetivos. En otras palabras, se busca un culpable de esta atrocidad.
La pregunta es muy pertinente porque aquí no se debería tratar sólo de describir qué es lo que no funciona sino de corregir estas disfuncionalidades que, además, son tremendamente caras, sobre todo para un país en crisis como nosotros.
Pues bien: yo pienso que ni Nájera, ni Gijón, ni los que trabajan en el consorcio son culpables de este desaguisado.
Los trabajadores, los que menos. Ellos entran en un organismo que no han creado, con unas normas que no han diseñado, con un procedimiento que no han ideado y se atienen a lo que hay; ellos, como todo el mundo, piensan primero en su supervivencia, en su vida. Claro que todos los que están en el consorcio algún día se habrán preguntado si no están allí para hacer algo real, más que papeles, pero así es como es el sistema, así es como van las cosas y hay que resignarse. Claro que muchos habrán terminado por hacer como que hacen, dado el estado de desánimo que debería haber cundido al comprobar que no producen más que papeles. Pero en ningún caso son culpables.
Claro que Margarita Nájera, más allá de alguna esclavitud para con su partido, no quiso que el balance de su gestión fuera un montón de papeles paseados por todo el mundo. Supongo que ella hubiera deseado haber acabado con resultados tangibles. No me puedo imaginar que ella haya deseado esto. Y, naturalmente, tampoco Gijón llegó, se cargó el trabajo hecho y volvió a empezar porque le apatecía. El mismo está diciendo que ya va siendo hora de que se mueva un ladrillo, de que haya una obra, de que aquello se vea.
Por lo tanto, dónde está la culpa de este caos, de este gastar y gastar sin venir a cuento. Yo veo aquí dos grandes problemas irresueltos y ni siquiera denunciados. Primero, un sistema ingestionable y, segundo, la permanente discontinuidad de las políticas públicas.
UN SISTEMA ALAMBICADO
El modelo gestor que nos hemos dado, alucinantemente regulador de los detalles, de los procedimientos y que deja casi en el limbo los resultados, está detrás de una parte sustancial del caos administrativo español. Aquí debemos cumplir objetivos de calidad, del marco ambiental, debemos hacerlo todo en las lenguas reguladas, con los procedimientos establecidos, siguiendo las disposiciones publicadas, ofreciendo garantías a todos los agentes, pero a nadie se le ocurre pensar que esto al final tiene que tener un resultado que, si no se produce, convierte en esperpéntico todo lo anterior. En cada legislatura, alguna luminaria añade otro obstáculo, a partir de algún principio plausible, complicando aún más lo que ya de por sí es imposible.
Un alto cargo de una empresa que trabaja casi exclusivamente con la Administración pública me decía estos días, cuando se está despidiendo tras décadas de ejercicio, que si no hubiera antepuesto el objetivo final de su trabajo a la maraña de normas y de plazos y de regulaciones, simplemente no habría hecho nada; hubiera fracasado. En España, en demasiadas situaciones, sobre todo en el sector público, cumplir lo que se regula significa no hacer lo que se tiene encomendado. O sea: para cumplir la función final hay que ser ilegal; si se cumple la Ley, no hay quien avance.
Este es uno de nuestros problemas: la burocratización es tan general que ni siquiera un buen gestor es capaz de sobreponerse; los pasos están tan estrictamente regulados, tasados, medidos y estipulados, que ni la persona más dinámica puede evitar morirse ahogado en papeles. Y si llegara a tener la tentación de saltarse un paso para poder ser efectivo, entonces sobre él se descargará la ira de todo el aparato burocrático pensado para que se cumpla cada una de las regulaciones.
La Playade Palma es un caso absolutamente visible, pero en el resto de las instituciones públicas, lo normal es un nivel de productividad bajísimo debido a estas interminables trabas burocráticas. En todo el sistema las rigideces son insoportables, pero en el ámbito dela Administraciónpura, los corsés llegan a hacer que los funcionarios dediquen infinitamente más tiempo a lo accesorio que a lo sustancial. No es la primera vez que el Govern, por ejemplo, gasta decenas de miles de euros en una campaña promocional de una actividad infinitamente menos importante que el dinero invertido en ella. O que la publicidad de una beca es más cara que la dotación de esta. Como la campaña de promoción de las “panades” mallorquinas, que fue más cara que la hipotética compra de toda la producción. Departamentos enteros se dedican a procesar papel remotamente vinculado con el casi olvidado objeto central de su existencia.
CADA CUATRO AÑOS VOLVEMOS A NACER
Si todo este caos no fuera bastante, tenemos que añadir el desorden que se deriva de un país en el que cada cuatro años se cambia prácticamente todo. La llegada de un nuevo conseller supone parar todo lo que estaba en marcha, incluso si es del mismo partido. Los nuevos ignoran todo lo que se ha hecho. Incluso se niegan a saber qué existía; ni hablar del pasado. No se puede consentir que una ley sea conocida por el nombre del antecesor; hay que pararlo. Por lo tanto, cada cuatro años empezamos de nuevo a definir las estrategias y a redibujarlo todo. Siempre desde cero. Incluso en las autonomías se ha logrado que una parte de los funcionarios también se cambien de plaza.
Así, por supuesto, hicimos varios parques de las Estaciones, dibujamos decenas de planes de segundo cinturón de Palma, hacemos y deshacemos el carril bici, creamos y suprimimos ecotasas, hacemos una Televisió de Mallorca efímera, la protección urbanística es tan variable como los valores dela Bolsa, como el proyecto de la fachada marítima. Cada cuatro años, volver a empezar en todo. Los proveedores ya lo saben y a veces, pícaros, vuelven a vender lo mismo con otro disfraz porque no sienten el menor respeto por el recién llegado. Cuando un proyecto se mantiene como Son Espases, el hedor se extiende por toda la isla.La Playa de Palma es un ejemplo culminante: no sólo porque ya habíamos vivido un plan de Excelencia previo, del que aún están los postes de las banderas que lo anunciaron y que allí han quedado abandonados, sino porque en el nuevo proyecto están implicadas cuatro administraciones y entonces los cambios son terremotos; ningún gerente va a continuar lo anterior porque los innumerables jefes que tiene no se lo van a consentir.
Así, pues, entre los cambios políticos y el despiporre funcionarial, aquí no avanzamos ni por accidente. Damos vueltas alrededor del mismo punto. Anuncios, promesas y todo queda en el olvido a los pocos años. Y volver a empezar con otros megaproyectos que sólo servirán para unas pocas ruedas de prensa.
Lo bueno de la crisis, que no todo iba a ser negativo, es que es una oportunidad para revisar estas situaciones, estos procedimientos, y nos autoriza a simplificar las cosas. La hiperregulación ha fracasado. La politización también. Probemos ahora con el sentido común.
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