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En España no entendemos que antes que los nuestros está la Ley

El último artículo que escribí en este digital, excepcionalmente no referido a la crisis económica, versaba sobre la polémica del caso Garzón. Decía que el Tribunal Supremo está conformado por personas de un reconocido valor profesional, que en todo caso es el organismo que nos hemos dado democráticamente como árbitro de nuestras disputas y que aquí lo que estaba en juego es si se habían producido o no unas escuchas a unos abogados, en contra de lo que dice la Ley, o no. Y añadía que esto, la determinación de si se violentó la Ley en este asunto, carece de relación con la memoria histórica, la Guerra Civil y nuestro pasado.

Un amable lector me contestó ayer que soy corto de entendederas si no veo la relación entre las dos cosas, es decir, entre la condena al juez y la izquierda republicana que perdió la Guerra Civil.

A mí, francamente, tanto las reacciones críticas a la sentencia como la respuesta de este lector que, me consta, responde a una visión extendida en la sociedad, son una expresión lamentable del problema que acosa a este país y que deberíamos resolver de una vez por todas: la convivencia con la diferencia, la tolerancia a otras formas de ver el mundo. Y no sólo, por supuesto, por parte de la izquierda.

Intolerancia y democracia

Un amigo extranjero que estuvo en España al principio de los ochenta y que volvió a pasar un año hace poco tiempo me decía que en su primer viaje se quedó sorprendido de cómo España se había vuelto verdaderamente democrática pero que, en este segundo viaje, notó que en realidad se había equivocado, que no habíamos cambiado tanto sino que seguimos siendo bastante totalitarios, en el sentido de que los que se creen en poder de la verdad intentan imponer su razón a los otros. Usando una expresión castiza, aquí el “con los míos con razón o sin ella” tiene aún una salud robusta. La vida política es casi como el fútbol: siempre a favor de los míos, que para eso son míos.

La cuestión es muy importante porque la intolerancia y la falta de respeto a las normas que dilucidan las diferencias ya nos ha llevado a un conflicto dramático que nos debería haber enseñado algunas evidencias: primero y obvio, que hay que gente que piensa diferente, que es bueno que esto sea así y que esa gente discrepante tiene el mismo derecho que nosotros a vivir en este país; segundo, que tenemos que arbitrar  y respetar los mecanismos de convivencia que deberán suponer renuncias por todos los actores y que deben ser trasparentes y democráticos, respetados y valorados como cauces donde dirimir la diferencia y, tercero, que la confrontación es un camino estúpido e inútil porque desemboca en que, tras la disputa, habremos de volver a convivir aquí con esos horribles discrepantes, por lo que más nos convendría pactar la vida en la diversidad.

Contra las leyes

Sin embargo, lo que hacemos no es exactamente esto. Veamos.

Primero: legislamos pensando en los nuestros, como si los otros no existieran. Es cómico (o trágico) ver cómo cada ministro de Educación que llega hace una ley para los suyos; cada presidente del Gobierno busca colocar en las televisiones públicas a sus aduladores; cada ejecutivo promociona sus 'artistas', sus creativos, ignorando olímpicamente que todos somos ciudadanos iguales, pensemos lo que pensemos. Una intolerancia que no se queda en la superficie: allí están los nacionalistas (sólo es un ejemplo), entre otros muchos, intentando copar la enseñanza porque creen que desde la escuela pueden concienciar mejor a los chicos; no piensan que pueden darles luz para ellos escojan su propio criterio, sino que pueden imponer su propia forma de pensar. ¿Respeto a la libertad de pensamiento de los jóvenes, tal como acordamos en la Constitución? Ni hablar, eso es sólo para los papeles. Afortunadamente, el resultado de la manipulación es muy frecuentemente el contrario del pretendido, pero ello ni le resta miseria moral a sus autores, ni ayuda a la convivencia. Ha habido algún caso también de manipulación política en la Sanidad: unos ignorando la ley en un sentido, otros en el contrario. Lo tremendamente grave es que se actúa como si los demás no tuvieran derecho a vivir en el país, como si pudiéramos erradicar a los demás, algo totalmente imposible. Esto es clamoroso en la manipulación de los medios de comunicación. Vamos a saco, haciendo lo que está en nuestra agenda y exterminando a los demás. En este contexto, por supuesto, el independiente queda erradicado del mapa. O con unos o con otros, pero nunca por libre.

Segundo: tras la Dictadura se hicieron unas leyes que pactaban normas de funcionamiento en las que la mayoría dijo sentirse cómoda. Pues bien, el trabajo casi inmediato de los unos y los otros fue desmontar el acuerdo. ¿Dijimos libremente que habría escuela concertada? Pues a por ella, que es la representación del medio país que hay que cambiar. ¿Dijimos que la Justicia sería independiente? Pues ya haremos una Ley que permitirá que los partidos arrasen con esa independencia y que cuando gobernemos nosotros quitemos a los demás. ¿Dijimos que el Supremo es el máximo órgano para salvar las discrepancias? Pues no lo respetamos ni siquiera cuando el Supremo conformado bajos las influencias de ocho años de gobiernos de Zapatero decide por unanimidad algo contra uno de los nuestros. ¡Hasta aquí podríamos llegar! Hicimos unos parlamentos donde no hay lugar para las voces libres, todo sometido a la estricta disciplina del líder; cero debate. ¿Comisiones parlamentarias para investigar algún evento? Ya sabemos el resultado antes de empezar: los datos dan igual. O con los míos o a la calle, proscrito.

Nada significa, por supuesto, que las normas que nos dimos no se puedan cambiar y adaptar a los tiempos, pero aquí los temas de calado son tabúes. Lo que no se puede hacer es cambiarlas por la puerta trasera. Vean un asunto menor: la Constitución, en lo que a mi modo de ver es un desfase, prohíbe que los servicios de meteorología o de tránsito se cedan a las autonomías; pues bien, la mayor parte de las autonomías con pretensiones se han saltado la Constitución y han tirado por la calle de enmedio creando sus departamentos correspondientes. No es un tema grave, pero sí revela que la Constitución la respetamos hasta donde nos parece y que la ignoramos a partir del punto en que no nos va bien. Y esto sí es muy grave porque revela que nuestro respeto por lo que hemos pactado es virtualmente nulo.

Tercero: ¿a dónde conduce esta situación? El escenario negativo es tan imaginable como indeseable. Pero, incluso así, al final un día acabaremos por tener que convivir juntos. Nos pelearemos, intentaremos arrasar al rival, pero al final vamos a tener que seguir viviendo aquí, en este país, compartiendo el mismo territorio. Y para entonces, tal vez, acabaremos por entender que la Ley es el único vehículo que nos damos como punto de encuentro entre la diversidad de pensamiento, el terreno de juego en común, el que deberíamos defender incluso aunque vaya contra los nuestros, porque es la garantía de convivencia.

El resultado más crudo

Un día tendremos que comprender que un juez debe utilizar los mecanismos judiciales al margen de si el justiciable es de izquierdas o de derechas, si representa a la República o al fascio; que un profesor debe respetar las ideas de los estudiantes, aunque sean contrarias a las propias porque, incluso en ese caso, son el resultado de la libertad; que no debemos imponer jueces o fiscales títeres del poder sino fieles a la Ley; que los medios de comunicación públicos deben dar voz a todos, porque eso es respetar a los demás; en definitiva, un día deberemos entender que todos tenemos derecho a convivir y que el punto de encuentro sólo es el respeto a la discrepancia. El resto, lo que tan frecuentemente imponemos a los demás, no deja de ser falta de democracia, intolerancia, abuso. En su versión más cruda, puro fascismo. De derechas o de izquierdas, desde el centro o desde la periferia, en castellano o en catalán, pero imposición.

Javier Mato

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Javier Mato

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