Voy a aprovechar este espacio semanal para ir desgranando algunas de las propuestas del grupo de expertos en educación presentadas a la presidenta del Govern balear. Concretamente, me estoy refiriendo a la idea de analizar, junto con la UIB, el estado actual de la integración tecnológica en nuestros centros educativos puesto que estamos cansados de repetir la expresión: “experimentos con la gaseosa y no con los alumnos”.
Es lógico, a estas alturas, preguntarnos cómo estamos utilizando la tecnología en las aulas, especialmente en un momento en el que términos como "transformación digital" y "competencia digital" se han convertido en mantras de cualquier plan educativo. Pero detrás de esta iniciativa hay una cuestión que merece una reflexión profunda: ¿qué entendemos por integrar la tecnología en la educación?
No es la primera vez que nos lanzamos a incorporar tecnología sin detenernos a pensar en su impacto real. A lo largo de los últimos años, hemos visto cómo se han repartido dispositivos electrónicos, se han implementado plataformas virtuales y se han promovido proyectos que, si bien suenan modernos y llevan la coletilla de “innovación educativa”, muchas veces carecen de un objetivo pedagógico claro. Y mientras tanto, seguimos sin responder preguntas básicas: ¿La tecnología está mejorando el aprendizaje? ¿Está ayudando a los alumnos a desarrollar habilidades más profundas? ¿O estamos generando una dependencia que, lejos de empoderarlos, los hace menos críticos y autónomos? ¿Es culpa de la tecnología o de que los docentes no saben utilizarla correctamente en el aula?
Analizar, con rigor y datos, cómo se está utilizando la tecnología en los centros es imprescindible. No basta con medir el número de dispositivos o la velocidad de conexión a Internet. Es crucial identificar qué prácticas realmente favorecen el aprendizaje. Por ejemplo, ¿qué impacto tiene el uso de herramientas digitales en el desarrollo del pensamiento crítico? ¿Qué estrategias ayudan a mejorar la atención y el compromiso de los alumnos? Al mismo tiempo, es fundamental señalar qué prácticas no están funcionando, porque la tecnología mal utilizada puede ser más un lastre que una ventaja.
Y para todo esto, las evidencias empíricas son el motor imprescindible para la toma de decisiones. En educación, como en cualquier ámbito, las modas y las opiniones sin sustento pueden hacer mucho daño. Lo que necesitamos es una educación basada en lo que realmente funciona, en lo que ha demostrado ser eficaz para nuestros alumnos.
Sin embargo, esta reflexión también debe llevarnos a un punto crítico: la tecnología nunca será la panacea. Por muy avanzada que sea, jamás podrá sustituir la labor del docente ni el papel del esfuerzo en el aprendizaje. En este sentido, la tecnología debe ser una herramienta, no un fin en sí misma. Y como toda herramienta, su impacto dependerá de cómo la utilicemos. Si miramos a nuestro alrededor, países vecinos empiezan a minorar la marcha del uso de la tecnología.
“Poc a poc i amb bona lletra”, dice un refrán mallorquín. Pues bien, avancemos con prudencia y con un propósito claro. Esta propuesta puede ser una gran oportunidad para repensar el uso de la tecnología en nuestras aulas, pero solo será efectiva si nos guía un objetivo común: mejorar el aprendizaje de nuestros alumnos. Porque al final, de lo que se trata no es de tener más tecnología, sino de tener mejor educación porque otra educación es posible.