OPINIÓN

Vivir y seguir, amigos. De eso se trata

Elisa Doehne | Domingo 08 de diciembre de 2024

Hace unos días, mi amiga Pat publicó un texto sobre una situación en un autobús y la sensación que le produjo. Con su permiso, y para que podáis entender el contexto de mi escrito, lo comparto aquí:

“Hay una señora sentada a mi lado que se ha santiguado unas tres veces después de que el conductor del autobús frenara bruscamente. Me pregunto si su mayor miedo será morir. El de la señora, me refiero.

Miraba por la ventana mientras lo hacía, rítmicamente: pulgar en la frente, luego en el pecho, después en el hombro izquierdo y, por último, en el derecho. Así tres veces. Murmuraba algo mientras se santiguaba.

No podía mirarla directamente; hubiera sido maleducado por mi parte. Pero, de reojo, intuía su inquietud. Lo hacía nerviosa. Temerosa. Por un momento, pensé en cogerle la mano y decirle que todo iría bien, que ni nos estamparíamos con el autobús ni moriríamos aquella mañana. No lo hice, pero lo pensé.

Delante de mí había un adolescente de pie, agarrado a una barra azul, tambaleándose continuamente. Quizás el conductor no estaba teniendo su mejor mañana. Dejémoslo ahí.

El chico tenía los mismos ojos que mi hermano. En serio, iguales. Inmediatamente, sentí unas ganas enormes de abrazarle.

Justo en ese momento tuve que recordarme que no puedo tener siempre estos impulsos con gente que no conozco: ni cogerles la mano ni abrazarles, por mucho que lo desee.

Observar a la gente me recuerda cuántas vidas existen aparte de la mía. Eso me devuelve un poco a la realidad. No sé por qué. Es como si relativizara la intensidad de las cosas. Y, visto lo visto, falta me hace...

Qué le vamos a hacer. Una es así desde siempre.”

Pat, además de inspirarme, me hizo sonreír. Sin duda, tiene un don, y desde aquí quiero darle las gracias por la inspiración.

Ese relato me llevó a recordar algo que viví recientemente y que, de alguna forma, me transmitió una paz similar. Recordé la mañana del último día de mi viaje a París. Se suponía que sería el día más nublado y lluvioso de la semana, así que decidimos ir al Louvre para disfrutar de cosas bonitas bajo techo. Al final, resultó ser el día más soleado de la semana.

Recuerdo un instante en el que me detuve cerca de una de las ventanas del Louvre para observar la luz tan bonita que iluminaba el precioso patio. Sentí una tremenda paz. Es la misma que me inundó en aquel momento, mientras el sol me achinaba los ojos. Hacía mucho tiempo que no experimentaba esa sensación, aunque, en los últimos meses, he podido sentirla en alguna ocasión más. Menos mal, porque la necesitaba. De verdad lo digo.

Poco después apareció una nube y el cielo se puso gris. No me molestó; es algo normal, ¿no?

Pensando en ello ahora, aquello se convierte en una metáfora: sol y nubes, paz y tormento. Puede cambiar de una a otra en un tiempo muy breve. Pero no pasa nada, es algo normal. Es la base de la vida; siempre se ha dicho. Estamos arriba y, poco después, estamos abajo. Y así vamos: riendo y sobreviviendo.

Supongo que se trata de entender eso mismo: que no pasa nada. Que tan rápido como aparece una nube, también vuelve el sol, y al revés. Supongo que solo se trata de entender que lo importante es mantener la calma cuando estás abajo, sin olvidar que en breve volverás a estar arriba. Y, simplemente, disfrutar cuando estás arriba, sin agobiarte pensando en cuándo te tocará bajar de nuevo. ¿Me explico?

Al final, se trata de vivir y seguir adelante, con sol o con nubes.

Creo que lo único importante es no olvidarse de respirar. Básicamente, no olvidarse de vivir, sea lo que sea. Vivir y seguir, amigos. De eso se trata.


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