Con el nuevo siglo echó a andar el Plan Bolonia por el que se tenía que crear un Espacio Europeo de Educación Superior, que homologase los ciclos universitarios, a fin de facilitar el que estudiantes y profesores pudiesen desplazarse por el conjunto de universidades adheridas al mismo. La idea era magnífica, se trataba de permitir comenzar, cualquier carrera, en una determinada institución y continuarla en otra sin necesidad de complicaciones administrativas. Una fórmula que tenía que poner a las universidades europeas al nivel de las norteamericanas, en las que siempre se han mirado desde los tiempos de Jefferson.
Así se establecieron tres ciclos (grado, máster y doctorado) cuyos niveles académicos quedaban acreditados en función de las horas de estudio y dedicación. Es decir, no sólo con la titulación final (en caso de ser obtenida), sino también mediante un sistema de créditos que facilitasen la pretendida circulación de discentes y docentes a través de las distintas universidades.
La práctica totalidad de países adheridos al Plan optaron por grados de tres cursos para la mayoría de las carreras, opcionalmente complementados con másteres de dos cursos adicionales. Se trataba de una fórmula exitosa y racional, pues durante el grado se adquieren los conocimientos y habilidades básicas sobre una determinada disciplina, dejando la especialización para los dos años del máster, cursables en cualquier momento (no necesariamente inmediatamente después). Las habilidades investigadoras puras se reservaban al doctorado. Un doctorado que debería ser valorado, no sólo en el mundo académico, sino también en el empresarial y social general.
En España, hasta iniciar el proceso, la mayoría de licenciaturas se estructuraron en cinco cursos, agrupados, frecuentemente, en dos subciclos de tres y dos cursos, aunque también contábamos con diplomaturas de tres. Por lo que parecía sencillo que, con Bolonia, los planes de estudio de nuestro país tuviesen una duración similar a la implementada por la inmensa mayoría. Tal vez algunos profesores, sobre todo los de cuarto o quinto curso, hubiesen tenido que readaptarse. Sin embargo, finalmente, no se hizo así, sino que se configuraron grados de cuatro cursos y másteres de uno, algo que sólo ocurre en Grecia y Turquía (y alguna universidad escocesa).
Recuerdo que, en su momento, se dieron muchas y variadas explicaciones sobre este tema, de entre las que sobresalía sostener que la transición así era más suave. En cualquier caso, era un tema que, a mi entender, tenía y tiene bastante más relevancia de la que se le otorga desde los estamentos de poder. Pues influye, no sólo en el coste de los estudios universitarios, sino también en la utilidad y flexibilidad de los mismos, y, por tanto, de su mejor conexión con el mundo empresarial, laboral y social.
Desde entonces, la experiencia de los países de nuestro entorno demuestra que la calidad formativa de los egresados no está influida por la duración de los estudios de grado. Es más, los másteres de dos años, -en vez de uno-, permiten niveles de especialización y concreción mucho más significativos para que se puedan amplían considerablemente las temáticas académicas. Por supuesto, la optatividad es necesariamente mayor en los ciclos superiores, lo que conlleva una cierta mayor “competencia” entre los mismos por los estudiantes. Asunto que redunda en claros beneficios para éstos. Y, desde luego, se facilita mucho la movilidad -que era uno de los principales objetivos a alcanzar- entre las distintas instituciones de enseñanza superior.
Entonces ¿Por qué no se hizo? ¿Por qué continuamos siendo la excepción junto con países que, -en materia universitaria-, podemos calificar de periféricos? ¿Por qué sigue siendo complicado administrativamente la continuación de los estudios en una universidad distinta de la inicial? Pues, en mi opinión se debió pura y simplemente a que en cuatro cursos caben más profesores que en tres.
Me explico, cuando se tomó la decisión muchos rectores -quienes recordemos son elegidos por los propios profesores- se encontraron plantillas dimensionadas para las licenciaturas de cinco cursos. Así que, como la actual configuración, a diferencia de la mayoritaria, les permitía no sólo mantenerlas sino, incluso, aumentarlas y promocionarlas estaba claro cuál era la su opción preferida.
Por supuesto, para eso hacía falta la complicidad del poder político que representa a la sociedad a la que las instituciones de educación superior deben rendir cuentas. Pero ese poder, no quiere complicaciones durante sus mandatos, lo cual hace que se tomen las decisiones más fáciles, las que menos ruido provocan, y no las más adecuadas para el progreso social, tal como ocurrió. Y así continuamos.
Con frecuencia excesiva siguen siendo las plantillas de profesores, y no las necesidades objetivas de los alumnos, las que acaban determinado los planes de estudios.