OPINIÓN

Insufrible incremento del tamaño de los coches

Pep Ignasi Aguiló | Martes 30 de julio de 2024

Quien sea aficionado a las fotos antiguas, de hace cuarenta o cincuenta años, podrá comprobar cómo en el mismo tramo de calle cabían más coches que ahora. De hecho, es suficiente con utilizar cualquier parking público subterráneo para observar como las plazas, construidas mayoritariamente en la época de alcalde Fagueda, se están quedando pequeñas o, incluso, muy pequeñas cuando entonces tenían una dimensión sobrada.

Sin ir más lejos, uno de los modelos más populares del momento presente, el Dacia Sandero es un 54 por ciento más pesado y mide medio metro más que un Renault 5 de 1983. Seguramente, ésto es así, porque el diseño globalizado lleva a estándares de tamaño mucho mayores, especialmente en los mercados del sur de Europa donde, en las abigarradas ciudades italianas y españolas, reinaron los coches pequeños en competencia con las vespas.

Sin embargo, actualmente, las abundantes regulaciones en materia de seguridad o medioambientales, paradójicamente han contribuido a que los fabricantes tengan un poderoso incentivo a aumentar las dimensiones de sus vehículos como forma de justificar los mayores costes del proceso productivo. Parece no importar nada que ello suponga un mayor consumo de recursos, por mucho que sea cierto que también se ha incrementado el reciclaje. Además, desde luego, los vehículos de mayor tamaño son menos ágiles lo que provoca atascos más insufribles. Con frecuencia la simple maniobra de aparcar o desaparcar requiere un exceso de tiempo que afecta al conjunto de la circulación.

Para rematar el asunto, la DGT se ha inventado unas pegatinas (supuestamente) medioambientales que parecen estár lejos de reflejar la realidad del impacto externo real de los coches, sobre todo teniendo en consideración, -tal como debería ser-, la vida completa del vehículo. Cualquiera puede comprobar como automóviles de tamaño descomunal (quizás de más de dos toneladas y media en donde viaja una sóla persona) tienen las etiquetas más favorables, mientras otros de apenas seiscientos o setecientos kilos carecen de ellas.

Desde luego, no todo es culpa de la regulación, también las preferencias del público juegan su papel, a pesar de que las familias numerosas sean una promoción casi testimonial, o que el recorrido de la inmensa mayoría de los desplazamientos sea breve o muy breve. Por lo que es difícil encontrar una justificación a esta tendencia al “engorde” diferente de que la oferta oferta de coches “flacos” casi ha desaparecido.

Ciertamente, una de las externalidades que generan los automóviles es la contaminación medio ambiental, pero dados los problemas de saturación de las ciudades, y otros enclaves como playas, etc., el tamaño (y por ende el peso) también es muy relevante. Por supuesto, además, mayor peso significa mayor consumo de energía, sea del tipo que sea. Por lo que parecería razonable que tanto la normativa como las preferencias del público fueran en otra dirección, si es que nos creemos de verdad (muchas veces lo dudo) la batalla contra el cambio climático.

La obsolescencia obligatoria impuesta por la Unión Europea para renovar el parque automovilístico de combustión por otro de baterías, parecía a priori una buena ocasión para realizar una operación de reducción de peso. Sin embargo, lejos de producirse está transitando en la dirección contraria. Es cierto que, según Google un kilo (algo más de un litro) de gasolina proporciona 12,2 kilovatios hora, mientras que un kilo de batería de iones de litio se queda en 0,14 kilovatios hora. Una diferencia a todas luces excesiva como para pretender la sustitución de un tipo de vehículo por otro sin más, al forzar un insufrible nuevo incremento de tamaño para mantener un mínimo de autonomía.

Por todo ello, desde hace tiempo, no son pocos los especialistas que consideran que lo más sensato hubiese sido permitir la introducción voluntaria del coche eléctrico como producto de “nicho de mercado” para recorridos cortos, mediante una vuelta a los tamaños mucho más contenidos, y por tanto, generadores de muchas menos externalidades. Extendiendo la red de recarga de menor potencia, pero mucho más tupida (un enchufe en cada farola) por ser claramente más barata. Me inclino a pensar que una buena parte del público se habría decantado, de forma notablemente más rápida, por una movilidad más sostenible al comprobar las ventajas de esa más racional concepción del automóvil.

En cualquier caso, el insufrible engorde de los coches -junto con muchas otras actuaciones gubernativas que no caben en este escrito- me lleva a preguntarme ¿De verdad las autoridades y los burócratas que promueven la batalla contra el cambio climático se la están creyendo? Ante esta razonable duda solo nos queda confiar en que el público opte, a pesar de todo, por formas de movilidad más genuinamente mediterráneas y cómodas para todos.


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