OPINIÓN

¿Quién se tiene que ir?

Pep Ignasi Aguiló | Martes 14 de mayo de 2024

El debate político acerca de la saturación turística resulta sumamente interesante, pues ahora, parece haber un elevado grado de consenso en interpretar que dicho fenómeno está rozando límites máximos. Sin que, por supuesto, haya el mismo grado de acuerdo de cómo evitarlo. Es más, las políticas que se suelen explicitar suelen tener más de propaganda impostada que de efectividad.

Cómo una parte de la población está constituida por turistas que no votan resulta sencillo proclamar que tienen que ser ellos quienes tienen que ser menos. Sin embargo, no está nada claro que la sensación de haber llegado al límite esté motivada por un exceso de visitantes. Pues recordemos que estos están aquí tan solo una semana, es decir, que cada turista ocupa una cincuenta y dozava parte de lo que un residente permanente. Lo que puede ser apoyado por el hecho de que esa percepción de ser demasiados también se produce durante la temporada baja.

En cualquier caso, podemos condescender y suponer que, efectivamente, son los turistas quienes generan el agobio en que vivimos. Entonces la pregunta podría pasar a ser ¿Quién tiene que dejar de venir? ¿Cómo se les disuade de que lo hagan? ¿Poniendo límites a los hoteles? ¿Al número de aviones o barcos que llegan? ¿A los autos de alquiler? ¿Quién se queda sin sus turistas-clientes?

Pues bien, la prohibición de aumentar las plazas hoteleras existe desde hace décadas, aunque se tuvo que revertir, con la crisis del 2008, porque tal limitación estaba produciendo el efecto no deseado de desincentivar las necesarias reinversiones que mantuvieran la competitividad de esos establecimientos. Por supuesto, los ingresos tributarios se vieron claramente afectados hasta que se permitió incrementar su capacidad como mecanismo de financiación de la imprescindible modernización. En cualquier caso, el fenómeno del alquiler vacacional (que también ha experimentado sucesivos tipos de restricción), en alguna medida, puede atribuirse al numerus clausus hotelero que hizo desaparecer la oferta más barata del sector.

La limitación del número de barcos también se ha anunciado en varias ocasiones, por parte del poder político, sin que haya producido alivio alguno. En cuanto a los aviones, no se me ocurre como se puede acotar su número más allá de la efectiva limitación física. No obstante, el aumento del número de vuelos puede estar mayoritariamente motivado por la reducción de las estancias turísticas, es decir, por la reducción del impacto de cada visitante.

Los atascos se dan en cualquier época del año, sin que nuestro caso sea como el Saint-Tropez o El Sardinero, lugares a donde se llega directamente en auto. Alquilar un vehículo es algo más complicado que disponer del propio. No obstante, una eventual limitación del número de coches de alquiler podría tener un cierto impacto, sobre todo si no viene acompañada de reducción de espacios de circulación, tal como ocurre con el Paseo Marítimo de Palma. En cualquier caso, me inclino a pensar que dicho impacto sería más bien limitado. De hecho, cada vez son más los turistas que se desplazan en bicicleta, dificultando también la circulación en muchas carreteras.

Esa restricción, además, podría tendría un efecto secundario similar a la que tuvo el de plazas hoteleras, es decir, podría generar el un desincentivo a la inversión en vehículos nuevos, provocando una “cubanización” del parque que alejaría la pretendida electrificación.

El incremento de los precios sí que puede tener efectos disuasorios, a pesar de que pueden fomentar la aparición de nuevas ofertas de tipo “low cost” que ahora no sabemos ni cómo serían, pues la imaginación humana general es bastante más fructífera que la de aquella parte con poder de legislar. De hecho, ya se estableció una ecotasa y luego se incrementaron sus tarifas para conseguir tal objetivo, pero seguimos hablando de lo mismo.

En cualquier caso, suponiendo que los políticos, y sus intelectuales de cámara, tuviesen éxito disminuyendo el número de visitantes, eso supondría -al menos inicialmente- una reducción de la actividad económica y, seguramente, un incremento del desempleo. Tal como ya ocurrió. Entonces, lo que probablemente pasaría a desear la ciudadanía sería una más amplia cobertura social hasta que se generaran ocupaciones alternativas, evitando que nadie se tuviese que marchar. Quizás las nuevas actividades requerirán atraer talento, es decir, aumentar el número de residentes más dispuestos a vivir en unifamiliares o en urbanizaciones que alientan la compra de coches más grandes, y a coger más aviones.

Por todo ello, me inclino a pensar que, si se quiere evitar más saturación mediante normas más restrictivas, alguien tiene que irse (además de dejar de venir). Desde luego, tengo claro que no quiero ser yo. Tampoco quiero que sea ninguno de mis allegados, ni quien cuida de mi padre nonagenario, ni quien me paga el sueldo, ni ninguna otra de las muchas personas que hacen mi vida más agradable. Supongo que usted, amable lector, pensará lo mismo.


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