OPINIÓN

Hablemos de brechas

Fernando Navarro | Viernes 26 de abril de 2024

El instituto Gallup realiza periódicamente encuestas sobre la felicidad de los estadounidenses, y en la de 2020 -realizada justo antes de la pandemia- una gran mayoría de los estadounidenses (un 86%) declararon sentirse muy felices o moderadamente felices. Esta cifra suponía un moderado descenso con respecto al 91% obtenido en 2008, pero lo curioso aparecía al descender al detalle: en algunos colectivos se mantenía el nivel de felicidad, mientras que en otros había comenzado a descender. ¿En cuáles? En negros (del 91% al 77%), adultos sin formación universitaria (del 91% al 79%) y en Demócratas (89% al 83%). Los de izquierdas siempre han sido algo más infelices que los de derechas, y cabe discutir si esto es causa (voto a izquierdas porque soy infeliz) o consecuencia (soy infeliz porque he votado a izquierdas). Posiblemente son dos fases de la misma secuencia: el descontento induce a votar a izquierdas en primer lugar, y después la experiencia práctica de las políticas de izquierda confirma y agrava ese descontento. Ya decía Ellul que la propaganda consiste en la satisfacción de necesidades irreales y la insatisfacción de necesidades reales. Pero de todo esto se desprende una verdad fundamental: los políticos de izquierda tienen incentivos para no mejorar las cosas -y, desde luego, para convencer a las electores de que las cosas van peor de lo que van- porque de ello depende el mantenimiento de su nicho electoral. Eso contribuye a explicar su afición por el catastrofismo climático y por convencernos de que vivimos en un infierno heteropatriarcal y racista.

También en 2020 el psicólogo social Jonathan Haidt analizó una encuesta de Pew Research en la que se preguntaba a los encuestados si alguna vez les habían diagnosticado alguna afección mental, y encontró otras brechas: de sexo (un mayor porcentaje de mujeres respondían afirmativamente), de edad (mayor porcentaje de jóvenes) y de adscripción política (mayor porcentaje de izquierdas). Intrigado por las brechas de sexo y de edad, Haidt continuó investigando y encontró algo llamativo: a partir de 2010 se disparan las cifras de ansiedad, depresión y autolisis entre los adolescentes de la llamada Generación Z, aquellos nacidos a partir de 1995. Un ejemplo: el porcentaje de estudiantes entre 12 y 17 años que ha experimentado un episodio de depresión severa asciende desde un 12% en 2010 a un 30% en 2020. En La generación ansiosa Haidt explica que el deterioro de la salud mental de los chicos venía de más atrás y obedece a distintas causas, pero el de las chicas se dispara claramente entre 2010 y 2015, con un abrupto cambio de pendiente en 2012. ¿Qué ocurrió entonces? Pues que ya se había extendido el uso del smartphone con cámara incorporada, el acceso a redes de alta velocidad, y el uso de redes sociales. El humilde Nokia al que algunos añoramos era una herramienta inofensiva, útil para quedar, y que permitía mandar rudimentarios mensajes presionando varias veces cada tecla. Pero en 2007 nace el Iphone; en 2010 se incorpora una cámara a los móviles, nacen los selfies, y comienza el uso de redes sociales; y en 2012 Facebook compra Instagram. El mundo cuyos habitantes pasean ensimismados mirando una pantalla acababa de nacer.

El tiempo que el adolescente dedica al mundo virtual de las pantallas y las redes es tiempo que roba a la interactuación en el mundo real. El juego ha servido siempre a las crías -humanas y de otros animales- para aprender a socializar, a gestionar los conflictos en entornos de bajo riesgo, a ganar y a perder, y a controlar las emociones; el niño o adolescente desprovisto de este aprendizaje queda deficientemente preparado para la realidad, y propenso a la

frustración y la ansiedad. En el caso de las chicas, que compiten en aspecto físico más que los chicos, y que tienden a resolver los conflictos de forma reputacional, el impacto de las redes ha sido aún peor. En suma, entregar móviles a niños a edad temprana, y permitirles el acceso a redes, es como darles una barra de grafito de Chernobil para que se entretengan.

Pero no es que las empresas tecnológicas fueran irresponsables y lanzaran al mercado productos con enorme impacto sobre los niños sin estudiar previamente sus efectos: los conocían perfectamente. Recuerda Michel Desmurget que nuestro cerebro:

«Está genéticamente programado para obtener información y recibir a cambio una “recompensa” (…) Si consultamos de un modo tan frenético nuestros dispositivos móviles incluso en situaciones en las que no tenemos ninguna necesidad objetiva de hacerlo es, por una parte, porque sentimos (inconscientemente) miedo de perdernos algún dato vital, y, por otra, porque cumplir ese proceso de comprobación nos brinda un pequeño chute de dopamina muy agradable (y adictivo)».

Pues bien, como competían por su atención, los desaprensivos de Silicon Valley no dudaron en convertir en yonquis a los niños y adolescentes. Para eso sirven las notificaciones en los móviles, y luego fueron perfeccionando sus métodos: en 2009 Facebook introdujo el botón «like» y Twitter el «retweet», que rápidamente fueron copiados por todas las plataformas. Sabemos que lo hicieron deliberadamente: Frances Haugen, exempleada de Facebook, mostró al mundo documentos internos y pantallazos que lo demuestran. En uno de ellos puede verse el proceso de enganchar a una adolescente mediante la novedad y la dopamina, sabiendo que su corteza frontal –así se explica en la presentación- no está lo suficiente madura para soportar la tentación. Recuerden esto cuando estas mismas empresas tecnológicas pretendan aleccionarlos - por lo general, han abrazado la fe del wokismo- sobre el feminismo de género.

De los niños de sexo masculino hablaremos con más detalle otro día.