OPINIÓN

Por qué soy conservador

Fernando Navarro | Viernes 12 de abril de 2024

Estamos en Nueva Orleans, en 1848, y sesenta y nueve icarianos acaban de descubrir que han sido estafados. Desde Francia habían comprado un territorio gigantesco en la ribera del río Rojo; ahora se enteran de que las tierras no se encuentran exactamente en la orilla, sino a cuatrocientos cincuenta kilómetros de ella. Además -quizás por un error en las unidades de medida- su propiedad se limita a la centésima parte de lo que ellos pensaban. Peor aún: las tierras no se encuentran agrupadas en un único punto, sino dispersas por todo el territorio. A pesar de ello –los mueve su fe- se ponen en marcha en carretas tiradas por bueyes. En el trayecto todos enferman de paludismo, y el médico pierde la razón. Instalados en su destino los icarianos sobreviven penosamente; transcurrido un tiempo se incorpora el fundador, Étienne Cabet, y con él nuevos adeptos.

Cabet es hoy bastante desconocido, pero en 1847 sus seguidores se contaban por cientos de miles. Socialista utópico, no entendía por qué las sociedades humanas son imperfectas si disponemos de la luz de la razón para disipar las tinieblas de la ignorancia y la opresión en la que los poderosos –eso pensaba- han sumergido desde siempre a la humanidad. Él había diseñado su sociedad ideal en el bestseller Viaje a Icaria, una utopía impecablemente ñoña en su apariencia y férreamente totalitaria en su fondo. En la Icaria de Cabet la individualidad ha desaparecido y rige una perfecta unanimidad; existe un Parlamento, sí, pero no se usa para debatir porque todos están siempre de acuerdo. La falta de discrepancia es el resultado de un minucioso programa de adoctrinamiento impuesto desde la infancia –Cabet lo llama educación-, de la abolición de la libertad de imprenta y prensa, y de la censura de la producción artística.

Cabet ha decidido a llevar a la práctica su utopía en el Nuevo Mundo. Pero si en la Icaria utópica reinaba la concordia, en Icaria-Tejas los habitantes viven inmersos en perpetua disensión; en lo único en que ambas se parecen es en la desaparición de la libertad. Cabet, erigido en dictador por el bien de la Humanidad en abstracto, se dedica a mangonear las vidas de sus súbditos concretos. Prohíbe el tabaco y el alcohol, se entromete en todos sus asuntos privados, y hace que los icarianos se espíen y denuncien entre sí. Finalmente se produce una rebelión, y Cabet, admirador de la Revolución, se despierta con sus súbditos cantando La Marsellesa bajo su ventana. Es destituido y expulsado de su utopía, y al poco tiempo muere amargado en San Luís.

Caminos similares siguieron las utopías de los socialistas Robert Owen (Nueva Armonía) o John Noyes (Oneida), y es una pena que Fourier no se decidiera a llevar sus falansterios a la práctica, porque la suya era la más descacharrante de todas. Todas ellas naufragaron porque los utopistas compartían el mismo error implícito: pensaban que, sencillamente, podían diseñar una sociedad ideal sentándose a pensar en su despacho. Creían que disponían de un folio en blanco sobre el que plasmar sus fantasías. Pero resulta que los humanos no somos un folio en blanco. Venimos precargados con una serie de instintos, preferencias y emociones que se han desarrollado a través de la evolución. Y, cuando se ignora la naturaleza, el fracaso está garantizado. Un ejemplo más cercano: en los años 50 los israelíes, al organizar comunidades en forma de kibutz, pretendieron separar a los hijos de sus padres para educarlos colectivamente –como en los falansterios de Fourier, por cierto-, pero la cosa no funcionó porque pasaba por alto algunas de esas tendencias naturales con las que venimos precargados. Para empezar, el afecto parental. Pero además los niños educados colectivamente no se emparejaban posteriormente entre sí porque la vida comunal les había generado un tabú de incesto, otra predisposición evolutiva que había sido omitida.

Entonces, no se trata únicamente de que los humanos no seamos un folio en blanco: es que tampoco lo son nuestras sociedades. La presión evolutiva ha ido descartando aquellas que no funcionan, y las triunfantes han ejercido su propia selección; así se ha originado una espiral de selección natural y selección cultural, y ahora tenemos determinadas predisposiciones sociales que funcionan como cimientos necesarios de una comunidad viable. Como explica Nicholas Christakis en su libro Blueprint: los orígenes evolutivos de una buena sociedad –que es de lo que quería hablar, y ya he consumido la columna-, si pretendemos construir una sociedad ignorando ciertos fundamentos innatos estaremos condenados al fracaso. Por desgracia el pensamiento utópico sigue vivo y en excelente forma, inmune a la experiencia, al fracaso y la destrucción que acostumbra a producir. El gran Javier Pérez–Cepeda lo resumió exactamente: «en cada generación hay un selecto grupo de idiotas convencidos de que el fracaso del colectivismo se debió a que no lo planificaron ellos». Hoy, los más aficionados a organizarnos de arriba a abajo la vida son, precisamente, los más feroces negacionistas de la biología: la izquierda woke.

Y a todo esto ¿cuáles son esos fundamentos sociales evolutivos de los que habla Christakis, sobre los que se deben construir las comunidades exitosas? Cooperación, jerarquía moderada basada en el reconocimiento y la aportación social, liderazgo inspirador, respeto a la individualidad, y existencia de redes sociales capaces de fomentar la amistad y el aprendizaje social. Como ven, en la España actual no cumplimos ni una, y eso debería ser una advertencia seria. Pero eso es otra historia.

En fin, que elijo el cambio moderado, gradual e incremental frente al revolucionario, y prefiero mantener lo que realmente funciona a reemplazarlo por una fantasía. Siento enorme respeto por la política cautelosa, y soy conservador -permítanme que modestamente lo reivindique porque nuestro conocimiento es mucho más limitado de lo que pensamos.


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