Comenzaba esta semana la lectura del último libro de Xavier Pericay sobre Ali Herscovitz, la joven judía con la que Josep Pla mantuvo una relación amorosa en el Berlín de entreguerras. No llevaba veinte páginas cuando encontré una de esas metáforas potentes que sitúan al lector en un momento de su vida. En 2010 visité el Memorial del Holocausto en la capital alemana. Me impactó el lugar, pero no se me ocurrió describirlo como tres años antes había hecho Arcadi Espada en su blog: “Se trata de un cementerio al revés. Bajo tierra está la vida (se oyen bien las risas y los disparos) y arriba las tumbas”.
Pericay recoge en su libro la cita de Arcadi tras recorrer el “memorial de Einsenman”. Espada lo llama así en honor al arquitecto neoyorkino que diseñó aquel espacio. Entonces pensé que también podía haberse referido al “memorial de Richard Serra”, porque fue este artista el que creó en 2005 ese laberinto compuesto por más de dos mil bloques de frío hormigón capaces por sí solos de emocionar. Al día siguiente de leer esa página conocí la muerte de Serra, que ha dejado vacante a los 85 años el puesto de escultor vivo más influyente de los siglos XX y XXI.
A uno le gustaría escribir que leyó el Ulises de Joyce antes de los veinte, y que venía admirando la obra de Rothko desde la adolescencia, pero mentiría. La primera vez que logré atisbar en qué consiste el arte abstracto rebasaba la treintena, y fue gracias a Richard Serra. Inaugurada también en 2005, la inmensa sala 104 del museo Guggenheim en Bilbao nos cambió a algunos la manera de relacionarnos con el arte contemporáneo, y en cierto modo, aunque entonces no lo sabíamos, el modo en que observamos el mundo. Nos lo aclaró Serra unos años después cuando dijo en una entrevista que “la función última de la abstracción es desmentir las lecturas superficiales”, y por ahí ya fuimos entendiendo algo.
Entonces pensé que la obra allí expuesta, esa descomunal instalación de espirales, elipses y esferas en acero corten que componen La materia del tiempo, con el paso de los años sería capaz de provocar el mismo salto en la historia del arte que unos siglos atrás supusieron los frescos de la Capilla Sixtina. Quizá exageré, pero tuve la impresión que el material con el que trabajaba Serra no eran aquellas enormes planchas, sino el espacio. Lo que retorcía no era el hierro, sino el tiempo, o más bien la memoria, porque al salir de aquella experiencia total uno era incapaz de alinear correctamente la secuencia de recuerdos. Recorriendo la instalación se había movido el espacio, no tú.
Es arte sólo al alcance de un genio la transformación de 1200 toneladas de metal en piezas livianas que parecen flotar. Chapas sinuosas de cuatro metros de altura y cinco centímetros de grosor se perciben como gigantescos folios de papel en movimiento. Convertir lo pesado en ligero, ¿no es ese uno de los caminos hacia la felicidad?
La madre de Richard Serra era una judía de Odessa, en la actual Ucrania, que emigró a Estados Unidos en los años 30. Este hecho biográfico contribuyó a la profunda sensibilidad de Serra a la hora de representar en Berlin el genocidio nazi. Pero su padre era mallorquín. Por eso, y por su obra permanente instalada en Madrid, Barcelona, Bilbao y San Sebastián, llama la atención la escasa presencia de su trabajo en una ciudad como Palma, capaz de atraer a Miró, Calder, Tàpies, Chillida y otros grandes artistas abstractos. Nadie es profeta en su tierra, y al parecer tampoco en la de su padre.
Definitivamente 2005 fue el año de los prodigios en la vida de Richard Serra. Una de sus esculturas desapareció en Madrid por arte de magia. Su propietario, el Museo Reina Sofía. no sólo la “extravió” sino que tardó años en enterarse. Quizá el artista californiano pensó que si algo así podía ocurrir con una pieza de 38 toneladas en uno de los centros de arte más importantes de España, sería mejor mantenerse alejado de una isla que en aquellos tiempos abría cada día los noticiarios por escándalos de corrupción. Sus pesadas esculturas podrían evaporarse en Mallorca con la misma facilidad que el agua del Gorg Blau en verano.
Descanse en paz un hombre que nos hizo mejores porque nos ayudó a ver más allá de la superficie.