OPINIÓN

La parábola del pez bobo

Fernando Navarro | Viernes 29 de marzo de 2024

Parece que nosotros, humildes sapiens, tenemos dos impulsos contradictorios. Uno de ellos hacia la igualdad; o, para ser más exactos, de vigilancia y resentimiento hacia el que pretende destacar. Ser un presumido estaba mal visto entre los cazadores-recolectores, y aquel que pretendía estar por encima de la tribu afrontaba el riesgo sucesivo de burla, ostracismo y eliminación física: sí, los sapiens somos animales auto domesticados por la presión de la tribu, y por eso nos asusta tanto ir contra la corriente social, pero eso es otra historia. A lo largo de miles de generaciones evolucionaron las emociones correspondientes, y ahora las llevamos – casi todos- incorporadas de fábrica. Fíjense en la vergüenza: piensen en cómo se les pone la cara colorada cuando sus faltas salen a la luz de la tribu. Y piensen en la envidia. Paul Bloom ha demostrado que un niño prefiere recibir dos caramelos si el que está a su lado sólo obtiene uno, que cuatro si su compañero obtiene cinco. Esto no es muy racional ni muy bonito, pero gracias a ello existen partidos como Sumar y Podemos, valga la redundancia.

Pero -de una forma un tanto paradójica- junto a esta aversión hacia el que pretende sobresalir tenemos una fuerte propensión a la jerarquía, y a trepar por ella. El estatus, nuestra posición en la escala jerárquica, provoca una feroz competición entre hombres porque es el más serio indicador de sus posibilidades de apareamiento -de nuevo, esto es otra historia-. Pero es curioso que, mientras trepamos, estamos muy dispuestos a seguir a un líder, incluso de manera un tanto histérica, si consideramos que el liderazgo es merecido. Algunos autores sostienen que este sistema funcionaba bien en los cazadores-recolectores: el que pretendía escalar en estatus se esforzaba por ser útil a la tribu cazando más, siendo más listo, aportando soluciones, resolviendo conflictos, o –al menos- convenciéndola de que era el elegido por los dioses. Así la tribu prosperaba, y él se llevaba a más mujeres: win-win, que dicen ahora.

Nicholas Christakis explica en Blueprint que no hay sociedades humanas viables sin una moderada jerarquía y un liderazgo inspirador. El problema es que está demostrado que la llamada «borrachera de poder» es muy real, y que el liderazgo produce efectos psicológicos adversos en los jefes. El psicólogo Dacher Keltner diseñó el famoso experimento del «monstruo de las galletas». Reunió a unos voluntarios para hacer tareas burocráticas, los dividió en grupos de tres, y en cada uno designó arbitrariamente a uno de ellos como líder. Transcurridas unas horas hizo un descanso y llevó a los grupos de tres personas bandejas con cuatro galletas. Cuando cada uno se hubo comido la suya ¿qué ocurría con la cuarta? Pues que, con sorprendente regularidad, el designado líder la cogía y se la zampaba, con delectación y abundancia de migas. Según Keltner el líder – que en conjunto se comporta como si hubiera recibido un golpe en la cabeza- desarrolla una «sociopatía inducida»: se vuelve más egoísta, más temerario, más arrogante, más narcisista y más grosero que la media. Pierde su capacidad de empatía y tiende a pensar que la gente es demasiado inútil como para tomar decisiones, y de este modo se convence de que está mejor capacitado para dirigirla, controlarla, manipularla, mangonearla y regularla. Muy significativamente: parece perder la capacidad de sentir empatía y no se ruboriza. ¿Les está sonando todo esto? Imaginen, cuando viene de entrada desprovisto de empatía y vergüenza, los niveles disparatados que el líder puede alcanzar. En realidad el psicópata, en una especie de selección -que Keltner llama «supervivencia del más desvergonzado- tiene más posibilidades de llegar al poder, como

demuestra que su prevalencia en la dirección de las grandes empresas multiplica la media en el conjunto de la sociedad entre 4 y 8 veces.

En fin, ya ven ustedes el problema: necesitamos líderes, y los líderes se vuelven locos. El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, decía Lord Acton. Prescindir de un líder aborrecible era más fácil con los cazadores-recolectores, pero cuando las sociedades aumentaron de tamaño la cosa se complicó, entre otras cosas porque los jefes se hicieron tan poderosos que aprendieron a rodearse de pretorianos y no había manera de bajarles los humos. Sí, de vez en cuando había revoluciones, pero lo dejaban todo perdido y la cosa no solía mejorar. Por eso las democracias liberales establecen métodos incruentos de desalojar a los líderes. Y por eso – esto deberíamos tomarlo muy en serio - se establecen límites y contrapesos al poder. Pero lo cierto es que la gente parece sentir una perversa fascinación hacia el líder, y tiende a seguirlo incluso en sus movimientos más erráticos. Hace unas décadas el zoólogo Erich Von Holst sometió a un pez –un gobio- a una lobotomía que lo dejó desprovisto de una serie de funciones básicas, entre ellas, la tendencia a agruparse en un cardumen para eludir el peligro. El gobio nadaba tan feliz a su bola, pero lo curioso –y ominoso- de la historia es que, transcurrido cierto tiempo, los desconcertados gobios, que veían cómo el pez descerebrado vagaba inconsciente a su aire, acababan siguiéndolo y convirtiéndolo en su líder natural. Algo sabrá que nosotros desconocemos para nadar por el mundo con tanta seguridad, dirían los gobios. ¿Es esto una especie de parábola? Pues no sé.

(Dedicado a Martín)


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