OPINIÓN

Los pavos morales

Fernando Navarro | Viernes 16 de febrero de 2024

Cuando, en los 80, Geoffrey Miller llegó al campus de la universidad de Columbia, quedó sorprendido por el ruidoso activismo político de los estudiantes. Empezaba con el inexorable poster del Che Guevara en los dormitorios, seguía con las continuas manifestaciones a favor o en contra de la causa política del momento, continuaba con interminables debates bizantinos en los bares, y terminaba… de nuevo en los dormitorios. Miller descubrió enseguida que el éxito amoroso venía determinado por la elección de las causas adecuadas, que estaba sometida a los vaivenes de la moda. Y cuando se graduó como psicólogo evolutivo ya había entendido el mecanismo y desarrollado una teoría: esas ostensibles manifestaciones de virtud política no eran más que «alarde ético» o «postureo moral», un mecanismo de señalización sexual idéntico, en esencia, al del pavo real. Por eso ese exhibicionismo vacío se agotaba en el gesto, y era olímpicamente indiferente ante los resultados. Miller comparaba el tranquilo activismo de sus padres en Ohio, comprometidos con modestas acciones de mejora real de la comunidad, con las vocingleras y vacías defensas de las causas de moda, a las que no se aportaba ninguna solución, pero que conseguían mejorar las propias expectativas sexuales.

Entonces el postureo moral nace como señalización sexual, y ustedes podrían objetar lo siguiente: la selección ha favorecido que las hembras se encaprichen de la cola del pavo –real, me refiero- porque es un indicador de buenos genes: sólo estando en perfecto estado de salud puede un pavo hacer crecer semejante artefacto, que encima complica su huida ante los depredadores. Pero ¿por qué tendría que favorecer la atracción erótica hacia un pavo moral, un presumido que exhibe una virtud vacía de contenido? Miller lo explica en una teoría que excede estas líneas y posiblemente a mí. En todo caso, el «postureo moral» se extiende, más allá del campus, a lo largo de toda nuestra vida porque, si hay algo que preocupa al sapiens, es la aprobación de su tribu. Nuestras antenas de pertenencia están preparadas para sintonizar con las causas morales de moda, hacia las que nos apresuramos a manifestar ruidosamente nuestra adhesión. A fin de cuentas no cuesta ningún esfuerzo, y la retribución –la mejora de la reputación ante el grupo- es enorme. Y en esto consiste la famosa hegemonía de la que hablaba Gramsci: en la apropiación, por la política, de la moda moral del momento, algo que, en siglos anteriores, estaba reservado a la iglesia. Desde entonces, la hegemonía –me temo- ha correspondido a los sucesivos avatares de la izquierda, que también se ha apresurado a apuntarse a la más potente corriente de postureo moral del momento: el woke.

La corriente política que se apropia de la causa moral dominante está en una situación de enorme ventaja, porque puede proporcionar a sus seguidores peanas morales desde la que exhibir su virtud y practicar el postureo moral. Todo ello sin esfuerzo, porque hasta aquí estamos hablando de una exhibición vacía de contenido. Por eso, si alguna vez han escuchado eso de la «superioridad moral» de una determinada orientación política, si han oído hablar del «plano inclinado» en el que se encuentran distintas opciones, o si observan escandalosos dobles raseros, entiendan que todo eso nace aquí.

Entonces ¿la moral se reduce a postureo? No, claro. El postureo tal vez sea, como dice Miller, uno de los estratos evolutivos –hay otros- sobre los que se edifica nuestra moral, pero el sapiens es un animal cultural, y nuestro paso por Grecia, Roma, el cristianismo y la Ilustración nos ha dejado unos cuantos posos. Y además somos más o menos conscientes, con capacidad de aplicar la razón al análisis de situaciones concretas. En fin que, aunque discrepemos, compartimos un campo de acuerdo moral: nadie, supongo, puede defender que una acción es mala si la comete A y buena si la comete B. O que se puede mentir sin consecuencias. El problema de nuestra época es que el asfixiante postureo moral –hueco y meramente declarativo- ha sofocado y sustituido por completo a la acción moral –con contenido y sujeta a evaluación de resultados-. O, dicho de otro modo, hay tanto postureo moral que se ha producido una atrofia moral. Por eso, una Ministra pudo enarbolar ruidosamente la bandera del feminismo mientras mantenía un estruendoso silencio ante la lucha real de las mujeres iraníes. Tan tranquila. Y ahí está la siempre «valiente y comprometida» Gala de los Goya, incapaz de decir una sola palabra sobre los dos guardias civiles que acababan de ser asesinados en defensa de la comunidad. Pues eso, puro postureo