Le ha cogido cariño al término, y volvió a usarlo el lunes. Sánchez defendió la canción Zorra, dijo que el feminismo es «divertido» -esto sonó un poco condescendiente- y añadió –este era el mensaje principal- que en la fachosfera habrían preferido el Cara al Sol, ja, ja. No se queden con el intento frustrado de hacer un chiste –nuestro presidente no está dotado para ello- sino con el exitoso intento de etiquetar a la creciente oposición a su manera alternativa de entender la democracia. Al hablar de «Fachosfera» y «Cara al Sol» Sánchez, con admirable economía de medios, traza la genealogía de sus adversarios hasta el franquismo, la guerra civil e incluso hasta los que mataron a Lorca, y sus fieles menguantes captan inmediatamente el dog –whistle. ¿Qué más da que Sánchez gobierne España con los que quieren destruirla? ¿A quién le importan el Código Penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal? ¿Puigdemont? ¿Rusia? ¿Qué importancia tiene todo eso frente al combate contra el mal que representa la Fachosfera?
Es burdo, pero funciona. Pocas características universales del sapiens están tan bien documentadas como nuestra tendencia a trazar una línea entre Nosotros y Ellos ante el estímulo más trivial. Innumerables experimentos demuestran que, basta con repartir aleatoriamente camisetas de colores –e incluso con tirar una moneda al aire-, para que automáticamente se formen grupos, con sorprendentes consecuencias para los que quedan a uno u otro lado de la raya. De forma inconsciente experimentamos simpatía hacia los de nuestro grupo -aquellos a los que, cinco minutos antes, un sorteo ha asignado la misma camiseta-, a atribuirles mejores intenciones que a los de fuera, y a favorecerlos. Peor aún: empezamos a experimentar satisfacción al penalizar a los del equipo contrario, aunque no obtengamos ningún beneficio directo de tal acción. Es decir, venimos equipados con una doble naturaleza, que es a la vez potencialmente buena –hacia dentro- y mala –hacia fuera-. Es una moneda con un anverso benéfico –nuestra tendencia a cooperar dentro del grupo- y un reverso tenebroso –la crueldad automática hacia el de fuera-, y en ese sentido los Caballeros Jedi tenían razón. También la tenía Alexander Solzhenitsyn cuando decía que la línea que separa el bien del mal, no cruza entre clases o partidos políticos, sino por el corazón de cada humano. Y también está en lo cierto Richard Wrangham cuando señala que, comparados con el resto de primates, somos muy pacíficos con los de nuestro grupo y extraordinariamente feroces hacia los de fuera. Ese es nuestro equipamiento genético, porque evolutivamente hablando –moralmente es otra cuestión- ha sido una receta exitosa.
Conviene desconfiar de las etiquetas y de las camisetas. Con frecuencia los malos de verdad son, tanto los que trazan las rayas, como los que se apresuran a ponerse en el lado que más conviene en cada momento. En el escalofriante libro Vecinos Jan T. Gross describe como, en julio de 1941, los 1.600 judíos de Jedwabne fueron brutalmente asesinados. ¿Por los nazis? No, por sus propios vecinos; los nazis, que acababan de llegar, se limitaron a mirar con agrado. Y esos vecinos ¿habían mostrado simpatías previas hacia el nacional-socialismo? Pues no, todo lo contrario. Tras el pacto Molotov-Ribbentrop con el que Hitler y Stalin se repartieron Polonia, Jedwabne había quedado en el lado soviético. Y los más celosos comunistas sobrevenidos, que comenzaron a señalar a sus vecinos por no ajustarse estrictamente a la ortodoxia estalinista, serían los que más tarde, al llegar los nazis, protagonizarían el pogromo. ¿Cuáles eran sus camisetas llevaban? ¿Eran comunistas o nazis? Eran auténticos hijos de puta, que navegaban a su conveniencia por ideologías venenosas. El alcalde, que no dejó de ocupar el cargo en ninguna de las fases, estaba entre ellos.
Si nuestra naturaleza tiene un lado oscuro, parece razonable no estimularlo. Entonces, la primera lección del político -y quizás la única- debería ser ésta: no traces la raya dentro de la sociedad; no te dediques a parcelar la sociedad en identidades, ya sean raciales, sexuales, etnolinguïsticas o ideológicas; no fomentes el tribalismo en ninguna de sus formas. Procura, por el contrario, que todas tus medidas vayan dirigidas a ampliar el círculo de la tribu y a ampliar la colaboración. Y la primera lección del votante –y quizás la única- debería ser: no compres chatarra identitaria; desconfía del vendedor de crecepelo tribalista; castígalo en las urnas, porque es muy destructivo para la sociedad.
El mal no está en la temible fachosfera, sino en el oportunista sin escrúpulos que reparte camisetas de la fachosfera.