Ustedes tal vez no conozcan a George Santos, pero el pasado mes de diciembre fue expulsado de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Esto no es algo que ocurra con frecuencia. Sólo cinco representantes han sido expulsados antes que él, y no por motivos banales: uno de ellos se había aliado con el bando confederado durante la guerra de Secesión. Santos, para empezar, no había sido muy escrupuloso con los fondos destinados a las campañas electorales, que empleó para infiltraciones de bótox y accesos a contenidos pornográficos en OnlyFans; también llegó a quedarse –esto es tremendo- con el dinero «recaudado en una campaña en redes sociales para el perro moribundo de un veterano de la guerra de Irak». Pero sobre todo fue un verdadero virtuoso –esto les sonará- en el empleo de la mentira. El Comité de Ética del Congreso declaró que la conducta de Santos «está por debajo de la dignidad del cargo y ha desacreditado gravemente a la Cámara», y muchos diputados españoles habrán respirado aliviados al comprobar que aquí los estándares éticos del Parlamento son mucho más relajados. En todo caso la cuestión es ¿cómo lo hizo? Porque Santos era un fervoroso trumpista que consiguió ser elegido representante en el muy demócrata distrito de Long Island, Nueva York. ¿Cómo consiguió compatibilizar el mensaje necesario para progresar dentro del partido, con el que tenía que dirigir a los votantes de su circunscripción? Muy sencillo: vendiendo diferente chatarra ante cada público. Así, ante el Partido Republicano se inventó un brillante expediente académico y una exitosa experiencia profesional en Wall Street –y ocultó unas fotos juveniles ataviado de drag queen-, mientras que a los votantes demócratas de Long Island les vendió la mercancía que más aprecian: el victimismo. Ante ellos Santos se inventó que sus abuelos –católicos brasileños- eran judíos ucranianos escapados del Holocausto, que su madre era superviviente de las Torres Gemelas, que él mismo había sufrido un atentado, e incluso que padeció un tumor cerebral. Como explicó brillantemente Bill Maher, Santos fue el primero en descubrir que, como vivimos en cámaras de eco incomunicadas entre sí, es perfectamente posible decir en cada una de ellas cosas contradictorias sin que los que las ocupan lleguen a darse cuenta.
Pues esa es la cuestión, que actualmente, en mayor o menor medida, todos vivimos en peceras ideológicas independientes. Para ser enteramente justos, es la renuencia de los ciudadanos a abandonar la opción política que han escogido –o, si lo prefieren, su sectarismo- la que los convierte en peces de acuario, pero son los políticos los que se aprovechan sin remordimiento de ello. Ellos controlan la pecera gracias a sus medios de comunicación, que suministran a los pececillos exactamente lo que quieren oír, y que no necesariamente coincide con la verdad. En la pecera toda acción política se reduce a comunicación política, y los partidos se convierten en extrañas empresas que únicamente disponen de un gigantesco departamento de marketing, pero no ofrecen ningún producto real. Y todo ello convierte a estos acuarios en ecosistemas singulares en los que –por ejemplo- las líneas rojas se disuelven antes de 48 horas.
Pero -como nos recordaba el cangrejo Sebastián- aunque parezca cómoda la vida en la pecera tiene sus inconvenientes. Los peces acaban confundiendo el agua turbia en la que nadan con el océano, es decir con la realidad. Quizás Pedro Sánchez pretendía reforzar esa idea al decir que «la única verdad es la realidad», es decir que sus trolas son irrelevantes puesto que lo único cierto es el banco de peces. Esto, la volatilización de la mentira mediante la sustitución de la realidad por los movimientos sincronizados del cardumen, es un nivel de virtuosismo con el que ni siquiera habría soñado George Santos. Permanece, no obstante, cierta correa de transmisión entre lo que ocurre fuera y lo que pasa dentro, entre acuario y realidad. Y, cuando las acciones de los políticos en el exterior son especialmente desquiciadas, tienen que imprimir a los pececillos un ritmo sincopado para que no las perciban. Por eso, en algunos acuarios los movimientos son mucho más erráticos y enloquecidos que en otros: depende de las características y necesidades de los políticos que los controlan, que con frecuencia –y de forma un tanto paradójica- no son más que merluzos presumidos.
Así que estas peceras proporcionan a los políticos votantes cautivos, un dócil cardumen cuyos movimientos se ajustarán a sus necesidades. Pero nadar en pecera renunciando al mar abierto produce cierto raquitismo intelectual, como demuestran los pececillos que engullen impasibles cosas tales como que existe un terrorismo respetuoso con los derechos humanos. De momento, para mantenerlos abriendo y cerrando la boca dócilmente en el acuario, basta con convencerlos de que fuera no hay más que tiburones, es decir, la ultraderecha. Pero en algún momento acabará el sortilegio. El dueño del acuario ya no estará, o al partido se le acabará el pienso. ¿Podrán entender los peces lo que ocurrió, o ya serán incapaces de salir al mar? ¿Llegarán a enfadarse con los que los mantuvieron en cautiverio intelectual para su propio beneficio? Dejo esto a su propio criterio.