OPINIÓN

"El 44 por ciento de los hombres son idiotas"

Fernando Navarro | Viernes 19 de enero de 2024

Y machistas, claro. Resulta que la última encuesta del CIS ha revelado que el 44,1% de los hombres cree que la «promoción de la igualdad» ha llegado tan lejos que ahora los discriminados son ellos, y esto ha provocado sorpresa e indignación. Para la periodista Lorena G. Maldonado ésta –que son idiotas- es la explicación, y es una de las más benévolas. Irene Montero fue más allá y sacó pecho: eso significa –dijo- que el 55’9% ratifica sus políticas, algo que no coincide exactamente con sus resultados electorales recientes. Y la jovial Rodríguez Pam añadió que los varones no-idiotas deben aislarse del ruido de los «señoros», que es el apelativo –que sugiere decrepitud, caspa y lascivia escasamente reprimida- que reserva a los hombres de cierta edad. El caso es que, al profundizar en la encuesta, se descubre que los «señoros» se encuentran mayoritariamente en el colectivo de edad entre 16 y 24 años: en ellos, la proporción de los que se sienten discriminados se eleva al 55,9%. Es una cifra impresionante ante la que la propia Lorena G. Maldonado aportó una explicación adicional: es el porno. Estos jóvenes machirulos son la generación de «pornonativos», y quizás esta teoría explique esa –en el mejor de los casos- extravagante idea del Gobierno de obligar a identificarse antes de entrar en Pornhub. Que nadie va a poner el DNI para ver porno es una de esas escasas certezas, como la muerte y pagar impuestos, pero esto es otra historia.

En todo caso, lo importante no es cómo se sienten los hombres, sino si realmente hay discriminación, y parece que no faltan evidencias: incentivos a la contratación de mujeres, ayudas al emprendimiento femenino, mayores ayudas en autónomos, baremos físicos más bajos e incluso tipos penales diferentes. Claro, dirán Montero y Pam, en eso consiste la «discriminación positiva». En compensar las diferencias generadas por un heteropatriarcado que se resiste a desaparecer. Pero en ese caso estaríamos comparando discriminaciones legales deliberadas con desigualdades supuestas, que pueden obedecer a distintas causas. Cuando alguien se molesta en detallar las diferencias heteropatriarcales suele invocar ruidosamente la infrarrepresentación de mujeres en determinados sectores, a la vez que ignora olímpicamente la de hombres en otros. También se habla de los directivos de empresas; que los hombres, en promedio, sean más competitivos obedece a razones biológicas –de las que podemos hablar otro día- y en todo caso no se entiende por qué la excesiva competitividad tiene que ser un modelo para las mujeres: también están sobrerrepresentados en los puestos de alta dirección los psicópatas. Ah, y por supuesto se añade la brecha en salarios, que en definitiva obedece a una diferencia en horas trabajadas y que a su vez se debe a dos causas: la libre elección y la maternidad. Porque esta presunta brecha de género es, en realidad, brecha de maternidad, y si se quisiera combatir debería atenderse, no a la condición de mujer, sino a la de madre; toda ayuda en este sentido me parecerá escasa. Por cierto, una brecha que no se suele mencionar es la de suicidios, en la que los hombres están en el lado malo.

Y en todo caso la discriminación no deja de serlo al añadir el bonito adjetivo «positiva». Está claro que ha existido discriminación, y que continúa existiendo en muchas partes del mundo, pero occidente ya había ganado esa batalla. Lo hizo desdibujando las tribus para dirigir el foco a las personas, únicos sujetos de derechos. Occidente entendió que la perversa compartimentación por sexo o raza debía ser demolida para afirmar que hombres y mujeres, blancos y negros, comparten una humanidad común; esta lección parece haber sido olvidada. Porque la única manera de entender la «discriminación positiva» es volver a disolver a las personas en categorías y pensar en la justicia como un saldo entre éstas: la discriminación pasada de la tribu «mujeres» se compensa con una discriminación presente de la tribu «hombres». Pero es obvio que no son las identidades sino las personas concretas las que padecen los agravios, y que una injusticia pasada -cometida por unas personas contra otras- no puede ser compensada mediante otra injusticia presente en la que intervienen actores diferentes. Intenten convencer a un aborigen blanco de Kansas de que Denzel Washington merece discriminación positiva, y encontrarán uno de los motivos de la victoria de Trump en 2016.

Por eso incluso cuando existe buena intención –y no es el caso de Montero y Pam- la «discriminación positiva» equivale a una patada a uno de los pilares de la civilización occidental -insisto, el enfoque en la persona difuminando al colectivo, el clan, la tribu y la identidad-. Combatir el racismo o el sexismo perpetuando criterios de raza o sexo es un disparate conceptual: lo que hay que conseguir es que estas categorías sean irrelevantes. El propio Martin Luther King entendió esto perfectamente cuando formuló su sueño: que sus hijos vivieran un día en una nación en la que no fueran juzgados por el color de su piel, sino por la naturaleza de su carácter. La marea woke apagó ese sueño, y hoy un 56% de jóvenes se sienten discriminados. De momento, en lugar de argumentos, reciben insultos cuando lo manifiestan.


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