OPINIÓN

La moral de doble interruptor

Fernando Navarro | Viernes 12 de enero de 2024

Las imágenes surgieron el pasado lunes: cuatro mujeres de 18 y 19 años, sentadas contra una pared, las manos atadas a la espalda, los rostros ensangrentados. Las difundían sus propios torturadores, que las mantienen secuestradas desde hace tres meses. Sorprendentemente en un país tan hipersensibilizado como España, donde el presidente llegó a dar una rueda de prensa para condenar los cánticos gamberros de un colegio mayor, y la audiencia nacional se dedica a investigar el arrebato de un zafio en las antípodas, la reacción fue inexistente. Las feministas más beligerantes, acostumbradas a detectar los tentáculos del heteropatriarcado en los detalles más nimios, permanecieron en silencio. Ni siquiera el Ministerio de Igualdad, con su amplio presupuesto, fue capaz de hacer el menor comentario ante la exhibición del maltrato.

Esta ceguera selectiva no es nueva. Irene Montero, látigo de señoros y machirulos desde su Ministerio y su escaño en el congreso, que llegó a acusar a la derecha de promover una delirante «cultura de la violación», permaneció impasible ante la muerte de Masha Amini por la policía moral de los ayatolás, y asistió callada los meses siguientes a la lucha y represión de las mujeres iraníes. Luego las feministas permanecieron en silencio cuando la propia Montero promulgó una ley chapucera que redujo las penas y puso en la calle a violadores, no de «cultura», sino de verdad.

Es decir, es innegable que la respuesta moral de una parte significativa de la izquierda no se activa directamente ante la perpetración de una injusticia. Es necesario un requisito adicional para que la alarma moral salte, cierta condición en los perpetradores, las víctimas o ambos. Y esta condición deriva directamente de su división del mundo en oprimidos y opresores, víctimas y verdugos. Los victimarios predefinidos –ya saben- son los hombres blancos heterosexuales; y la derecha, claro; y -en el núcleo de todo- occidente. Pero ¿los de izquierda no son occidentales? Sí, pero a menudo con cierta vergüenza, y sólo se sienten expiados si hacen continuos melindres y denuncian la cultura en la que viven confortablemente. En todo caso para que se active su indignación moral deben estar encendidos dos interruptores. El primero -el del «quién»- se enciende cuando cada uno está ocupando el papel previamente asignado por el guion (la victima el de víctima, y el victimario el de victimario); el segundo –el del «qué»-, cuando estamos ante lo que puede ser un hecho injusto. Sólo si ambos interruptores están en ON, la alarma moral puede saltar.

Esta exigencia de un doble check es, de entrada, mala porque, al hacer depender los juicios morales de la condición predeterminada de los autores, se produce un escandaloso doble rasero -o, si lo prefieren, es mala porque volatiliza el imperativo categórico kantiano-. Pero es que la cosa es aún peor porque, en realidad, el interruptor decisivo es el primero, el del «quién»: una vez encendido, la indignación puede saltar incluso ante injusticias tan leves como servir mal una Coca Cola a una «víctima» -esto ha ocurrido-. Y, lo que es muchísimo más grave, si el primer interruptor está apagado -porque al que padece la injusticia se le ha asignado el papel de opresor- se produce una total oscuridad moral, una completa ceguera incluso ante el acto más atroz. La injusticia, sencillamente, no es percibida, y por eso el pasado 7 de octubre la alarma moral de una parte significativa de la izquierda permaneció desactivada; incluso ante la visión de mujeres exhibidas como trofeos, con cuerpos descoyuntados, o los pantalones empapados de sangre delatora de las violaciones sufridas. Sólo se activó unas horas después para corear -«desde el río hasta el mar…»- su voluntad de aniquilar preventivamente a los «verdugos» israelíes que acababan de ser masacrados.

Como ven la moral de doble interruptor provoca el encasillamiento de los protagonistas en los papeles que la izquierda les ha asignado de antemano: el malo es malo y el bueno es bueno, y punto; no vale poner de repente a Lee Van Cleef haciendo de bueno porque el espectador se despista. Hay, sin embargo, maneras de escapar del encasillamiento: una mujer, un gay, e incluso un negro, pierden su condición de víctimas en cuanto se declaran de derechas. Y un hombre deja de ser agresor si es lo suficientemente oscuro y/o la izquierda considera que está «colonizado» por el malvado occidente. El resultado final es que la moral de doble click provoca la indiferencia ante las malas acciones de los «buenos», aunque sean muy reales, pero permite una enorme indignación ante las malas acciones de los «malos», aunque sean imaginarias, y todo esto acaba produciendo, me temo, un envilecimiento moral. Seamos, sin embargo, optimistas: el tsunami woke, avatar actual de esta visión maniquea del mundo, parece estar retrocediendo, pero aún queda mucho camino por delante.


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