OPINIÓN

A los que aman

Josep Maria Aguiló | Sábado 25 de noviembre de 2023

A veces, escuchando o leyendo estos días con atención las opiniones de determinados analistas, columnistas, políticos o compañeros de profesión especialmente virulentos, ofensivos o intolerantes, pienso, con desazón, en que lo que pretenden con sus palabras es buscar el apoyo y el aplauso incondicional de quienes son un poco como ellos.

En estos casos suele ser también habitual una cierta sobreactuación a la hora de expresarse o, en mi opinión, un uso no del todo adecuado de determinados conceptos —como por ejemplo «golpe de Estado», «dictador», «nazi» o «fascista»—, unos excesos verbales que, por desgracia, ayudan aún más a la captación de posibles adeptos.

Si me permiten una pequeña ironía, yo diría que incluso la niña de El exorcista o el niño de El exorcista del Papa me parecen algo más calmados, empáticos y bienhablados que algunos de aquellos periodistas, articulistas o redactores a los que acabo de hacer referencia.

Casi ninguno de estos opinadores tan altamente inflamables —tanto en la derecha como en la izquierda— parece querer escapar hoy de su deliberado deseo proselitista, por lo que sus palabras van dirigidas esencialmente a quienes prefieren también insultar o gritar antes que razonar, a quienes nunca dudan, a quienes se dejan llevar siempre por sus prejuicios o a quienes odian o desprecian a cualquiera que no piense exactamente como ellos.

Quienes no comulgamos con ningún tipo de excesos, salvo quizás los gastronómicos y alguno que otro más o menos inconfesable, no lo estamos pasando demasiado bien en estas últimas endemoniadas semanas, por lo que seguramente entendemos hoy más que nunca los tormentos y las tribulaciones de Max von Sydow en El exorcista o de Russell Crowe en El exorcista del Papa.

En mi caso, para intentar escapar un poco del actual ruido mediático, vuelvo a refugiarme de nuevo, desde hace ya algún tiempo, en el arte, porque la música, la literatura o el cine parecen ir siempre en otra dirección, en la de la razón, el sentimiento, la serenidad, la belleza, la dicha, el ensueño, la vida o los misterios del corazón.

El ejemplo más reciente en ese sentido lo viví ayer al mediodía, en que estaba un poco tristón —más tristón de lo habitual en mí quiero decir—, pues me alegré y me sentí muy feliz cuando volví a escuchar una de mis canciones favoritas de Juan Luis Guerra y 4.40, Mi bendición, que reconozco que tiene ya algunos años.

«Tenerte, besarte, andar de la mano contigo./ Mi cielo, mirarte, decirte un te quiero al oído./ Yo te lo digo, qué bendición», nos repite una y otra vez el estribillo de esta preciosa y autobiográfica canción de amor.

Cuando escuchamos composiciones como Mi bendición y otras igualmente muy hermosas, cuando leemos, cuando vemos una película, cuando charlamos de manera sosegada o cuando salimos a pasear, es casi imposible no llegar a pensar en algún momento, discreta y serenamente: «¡Hay a veces tanta belleza, tanta vida y tanto amor en el mundo!».

Las canciones de Juan Luis Guerra y las de tantos otros grandes artistas van dirigidas, al igual que numerosas obras literarias y cinematográficas, a quienes aún son capaces de emocionarse, de creer en algo o en alguien, o de soñar en otra realidad o en otro mundo un poco mejor.

Del mismo modo, cuando cojo hoy un periódico o entro en un digital a primera hora del día, ya casi sólo leo a los columnistas que cuando critican, lo hacen siempre con respeto y educación, o que cuando elogian, lo hacen defendiendo y amando todas las cosas que de verdad vale la pena amar, como el misterio mismo de la vida, la compasión humana o la defensa de la libertad.