OPINIÓN

Impresiones sobre Lisboa

Jaume Santacana | Miércoles 30 de agosto de 2023

He pasado unos días en la ciudad portuguesa de Lisboa, capital de la República de Portugal. Jornadas de ocio puro y duro y de una alegría incontenible basada, entre muchas otras cosas, en la ingesta de sardinas y bacalao.

Lisboa es una ciudad impracticable, prácticamente contraria a lo que debe ser la confortabilidad de una urbe, en cuanto a su estructura geológica natural. Sus inimaginables desniveles (con sus alpinas y colosales subidas y las consecuentes bajadas salvajes) la hacen de un incómodidad a prueba de bomba. Me estoy refiriendo, claro, a su recinto histórico, al centro más céntrico que, por cierto tiene una cierta superficie urbana más que considerable.

Si uno intenta adentrarse en la Historia fundacional de la ciudad, situada justo en la desembocadura del río Tajo —es decir, en la etapa final de su encuentro con el océano Atlántico— se encuentra con serias dificultades para conocer quienes fueron, realmente, las personas que decidieron su enclave; o sea, quién o quiénes decidieron situar una ciudad en aquel paraje. Después del primer paseo por la ciudad (a la primera media hora) la respuesta a este enigma queda resuelta: desde su fundación, durante el dominio fenicio y, posteriormente en manos de griegos, cartagineses o romanos, nadie ha querido adquirir ningún tipo de responsabilidad en cuanto a la localización y asentamiento del conglomerado urbanístico elegido. Parece ser que pudieron ser algunos de los llamados argonautas griegos; pero el caso es que todos ellos declinaron la ocasión de pasar a la Historia por el hecho de haber tomado la decisión de instalar la nueva ciudad en aquel lugar inhabitable (otra vez por sus salvajes desniveles). A ver, que tiene su lógica: que no hay explicación alguna para tomar la firme determinación de construir una metrópolis en la peor geografía del mundo; simplemente, por pura vergüenza y por eso, sus fundadores han preferido restar en un cobarde anonimato que, de alguna manera los ampara...

Dar un paseo tranquilo y sereno por este núcleo urbano es una auténtica calamidad. Hasta los pensamientos más íntimos y hermosos que uno pueda llegar a tener al observar la belleza de sus casas, de sus edificios o de sus monumentos, quedan humedecidos por la respiración sudorosa que produce el agotador recorrido (subidas y bajadas, ¿recuerdan?) sobre sus desagradables adoquines... Porqué, esta es otra: todas las calles, callejuelas y hasta escaleras están forradas epidérmicamente, de unos pequeños adoquines que tienen un peligro absurdo y desesperante, sobre todo, en una climatología que provoca lluvias muy a menudo. Sí, aunque parezca mentira: todos los adoquines resbalan que es una barbaridad. El paseante tiene muchos números como para romperse la crisma (y todo el tejido oseo e incluso el intestinal humano) en una de sus “inocentes” caminatas o, si lo prefieren, escaladas o descensos. Por si esto fuera poco, los putos adoquines dejan al paseante, caminante o peatón con los pies fatalmente destrozados; una miseria.

¿De verdad que a nadie se le ocurrió fundar Lisboa en otro asentamiento? ¿No había otro sitio que —amén de ser idóneo para la creación de un puerto fluvial comercial para el transporte de sus pastelitos de nata—- tuviera en su seno un paisaje llano, transitable, accesible y, en definitiva, comodo y confortable? La denominación de la ciudad no sería problema; podría seguir llamándose Lisboa, así, tan ricamente.

He visto, estos días, cosas que ustedes jamás creerían: algunos bacalaos, el pez nórdico más seco que el bacalao (y valga la estúpida redundancia), comida que es un referente en casas, restaurantes y hasta supermercados —en estos últimos establecimientos, ocupan un lugar tan amplio como la venta de armas en los centros comerciales de Alabama)... algunos bacalaos, decía, llegan sudados a casas, comercios y otros establecimientos y emiten unos bufidos de padre y muy señor mío de tanto ascender y descender por calles y, sobre todo, por las jodidas escaleras lisboetas; en cuanto a los pulpos,que también los hay, por la inercia, resbalan en las bajadas y no les da tiempo a sujetarse a los adoquines con sus tentáculos; las sardinas, conocedoras de este fenómeno, no ceden y no se dejan atrapar en las redes de los pescadores portugueses, sabiendo lo que les espera. Da pena, oigan; pena y grima; en cuanto a los salmones, no hacen más que lo suyo: remontar las escaleras en lugar de los ríos, con lo cual no se puede comer este pescado en la parte baja de la ciudad.

En fin, que me parece mucho más comodo y agradable viajar a la La Almunia de doña Godina o, si me apuran, al Machupichu, donde los desniveles son más a escala humana.

El bacalao también se puede degustar en el restaurante “7 Puertas”, en Barcelona. Y muy bueno, por cierto. Y sin tener que subir ni bajar escaleras.


Noticias relacionadas