OPINIÓN

Los acólitos habituales

Jaume Santacana | Miércoles 16 de agosto de 2023

Ustedes lo habrán visto en innumerables ocasiones, estoy seguro, pero quizás no se hayan dado suficiente cuenta como para fijarlo en sus mentes; se trata de imágenes televisivas: siempre que en la pequeña pantalla (actualmente, algunas ya no son tan pequeñas) aparece un político —de cualquier raza, religión o ideología (si la hubiera)— que se ve atrapado por unas cámaras de televisión en un espacio de tránsito, sea en la calle o bien en alguno de los pasillos de un parlamento, congreso, senado o sede de un partido o coalición, y se ve obligado, pero con unas ganas feroces, a detenerse en su recorrido y realizar ciertas declaraciones ante la prensa, ávida, en todo momento, de noticiones de envergadura (sobre todo cuando se trata de destripar algún contrincante o de lanzar improperios contra alguna formación que no sea la suya propia, claro), siempre, repito siempre, el tal profesional de la política está rodeado o bien de correligionarios o bien de simpatizantes.

Las cámaras de televisión nunca ofrecen imágenes solitarias del personaje en cuestión; en ocasiones, a causa del propio ego enorme o del morro de grosor incuestionable del político, que impiden que el plano sea lo suficientemente cerrado como para poderlo captar a él solito. Así que cuando el “rey del mambo” de turno ofrece sus brillantes retóricas a los periodistas (también de turno) lo que el espectador percibe es una imagen de un hombre con sus acompañantes al lado o, mejor dicho, con sus acólitos y acolitas junto a él.

Si se fijan bien (y ahora, con mis indicaciones no tendrán excusas) a cada palabra (“petardo” en el argot periodístico) que suelta el protagonista, sus “amiguetes” mueven las cabecitas, a modo de coro, en vertical —si se trata de frases con un cierto valor positivo (para él, claro)—, o bien en horizontal en el caso de que los pensamientos orales del insigne prohombre de la cosa pública nieguen otros pensamientos verbales de sus contrincantes.

El ejercicio que les propongo es sumamente gratificante; se parece mucho a los antiguos teatros de guiñol cuando el demonio o el rey lanzaban cuatro diatribas contra los demás y el público infantil asentía o pataleaba al orador de madera manejado desde sus entrañas con pasión y vehemencia.

Lo que les estoy relatando, una nimiedad, por supuesto, sucede también en los escaños de sus señorías y en los mítines frente al populacho enfervorizado; en ambos casos, los movimientos de cabeza de sus compañeros de fila van acompañados de gritos espeluznantes, risotadas de órdago o abucheos masivos, cosa que le da al asunto mucho mayor relieve amén de un sustancioso aumento de la audiencia.

En cualquier caso —y si ustedes toleran y disculpan mi poca destreza en la enumeración de los hechos descritos— no deja de ser un comportamiento sorprendente a la par que curioso, observar a los nuevos “famosos” de la política (vieja o emergente) actuar de manera coral y, a la vez, otear, por encima del hombro, a sus acompañantes con el “modo corrillo” en sus venas.

Por cierto, no les vendría mal a toda esta tropa un cursillo de espiritismo y heterodoxia mental… por pura higiene también mental (y perdonen ustedes la repe…).

Un servidor, cuando observa estas declaraciones de “aquí te pillo, aquí te mato” (y siempre buscadas por sus protagonistas, voraces de charlatanería barata) no puede evitar fijarme más en su “corrillo” de admiradores fugaces que en la máscara o el morro del declarante).

Y me río...¡ no se lo pueden imaginar ustedes!


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