Uno de los recuerdos más hermosos que guardo de mi padre es el de verle escuchando algunas tardes las rancheras que Rocío Dúrcal popularizó a finales de los años setenta, compuestas la mayoría de ellas por Juan Gabriel, con grandes canciones como Me gustas mucho, No lastimes más, Me nace del corazón o Fue tan poco tu cariño.
De todas aquellas maravillosas rancheras, la que a mí más me gustaba era La gata bajo la lluvia, cuyo autor no era curiosamente Juan Gabriel, sino Rafael Pérez Botija. Yo creo que era también la que más le agradaba a mi padre, pues era la que escuchaba con más frecuencia, la que nunca se cansaba de escuchar.
«Ya lo ves, la vida es así./ Tú te vas y yo me quedó aquí./ Lloverá y ya no seré tuya./ Seré la gata la lluvia./ Y maullaré por ti», decía su desolado y melancólico estribillo, que la extraordinaria Rocío Dúrcal recitaba siempre con una maestría y una convicción absoluta.
La pasión de mi padre por la música, que siempre fue muy grande, se remontaba a la infancia. Cuando él era aún un niño, había aprendido además a tocar el violín, una práctica de la que no teníamos conocimiento y que no recuperaría hasta muchos años después de casarse.
Recuerdo que un día llegó a casa con un violín y, para nuestra sorpresa, empezó a tocarlo. Muy bien, por cierto. A partir de entonces, nos dio pequeños recitales durante un tiempo. Es otro precioso recuerdo que hoy guardo de él.
Mi padre, Juan Aguiló Forteza, había nacido en 1932, en Sa Pobla, en donde vivió y trabajó durante su juventud. Tras contraer matrimonio con mi madre, María Teresa Frau Alou, a principios de los años sesenta, los dos se trasladaron a vivir a Palma. Mi madre había nacido en Sóller, en 1927, si bien por aquel entonces vivía en el Pont d'Inca.
Inicialmente, mi padre trabajó como técnico en Radio Borne, en la calle San Miguel, pero poco después dejó voluntariamente ese empleo y puso en marcha un pequeño negocio familiar, de reparación de radios y televisores. Además, construía también allí las antiguas teles de tubo, incluidas ya las primeras en color, e instalaba antenas.
Mi padre era un técnico realmente excelente, pero ello no llegó a traducirse nunca para él ni para nuestra familia en una situación económica estable. La mayoría de sus clientes eran personas muy humildes y en ocasiones casi sin recursos, así que les hacía unos precios especiales, muy ajustados, por lo que no siempre resultaba fácil que consiguiéramos salir adelante mes a mes.
Mis padres tuvieron tres hijos, Gaspar, Joan y yo. Ya desde niños, los tres trabajábamos en el taller familiar, ayudando en todo lo que podíamos. Nuestra casa estaba ubicada en el número 23 de la calle Ballester y el taller se encontraba en el número 25 de la misma calle.
En aquella época, se consideraba que la calle Ballester formaba parte del Barrio Chino de Palma, una denominación que entonces sólo se utilizaba para definir la zona en donde se ubicaban la práctica totalidad de los locales de prostitución que había en Ciutat.
Siempre me sobrecogió la explotación y la indefensión a la que estaban sometidas las mujeres que trabajaban allí, una situación y un desamparo que empeorarían todavía más a principios de los años ochenta, con la aparición de las drogas y de las mafias, y la llegada de las primeras muertes por sobredosis.
En ese contexto social tan poco favorable, mis padres hicieron siempre todo lo que pudieron —y más— para cuidarnos y protegernos, y también para que los tres hermanos pudiéramos tener desde pequeños la mejor base educativa posible, que en nuestro caso conseguimos estudiando en el Colegio San Agustín.
De niño, siempre me llevé muy bien con mi padre. Recuerdo que una de sus grandes aficiones era salir a pasear por Palma y que a mí me gustaba acompañarle, en parte para contarle mis pequeñas teorías filosóficas y metafísicas infantiles, y en parte para que no paseara solo.
Ya en la adolescencia, empezamos a distanciarnos poco a poco, seguramente porque fue un momento en el que yo anduve bastante desorientado y perdido. Por suerte, recuperamos nuestra buena relación a principios de los ochenta. Fue sobre todo cuando empecé el servicio militar, en el Ejército del Aire, en enero de 1982. Yo tenía entonces dieciocho años.
Unos pocos meses después, mi padre enfermó gravemente, a causa de un cáncer metastásico que no pudo llegar a superar. Recuerdo que la mañana en que me dijeron cuál era su diagnóstico, lloré desesperadamente y sin consuelo. Nunca había llorado así antes.
Tras un inmenso sufrimiento físico de varios meses, mi padre murió unas horas después de que yo hubiera cumplido diecinueve años, en la madrugada del 25 de agosto de 1982. Justo en ese instante, nos encontrábamos junto a él en la clínica una enfermera, mi madre y yo. Mi padre tenía sólo 50 años de edad.
Mi padre fue una de las mejores personas que he conocido y conoceré nunca. Por ello, siempre he considerado que la vida fue muy injusta con él, aunque él jamás se quejó en ese sentido, algo que para mí le hacía aún más admirable.
Muy posiblemente, aquellos atardeceres de finales de los setenta en los que él escuchaba a Rocío Dúrcal fueron de los pocos momentos realmente felices y dichosos de su vida. Esa circunstancia me hacía querer y estimar aún más a Rocío Dúrcal, una artista que ya de por sí me pareció siempre una persona extraordinaria.
Tantos años después, ahora sé que de mi padre heredé, sobre todo, el gusto por los paseos solitarios y por la música popular, en especial por los boleros y las rancheras. Tantos años después, ahora sé también que su memoria seguirá siempre muy viva dentro de mí cada vez que, con emoción y ternura, escuche al atardecer el dulce y evocador ronroneo de La gata bajo la lluvia.