Recuerdo que no hace aún muchos años había en Palma diversos locales de ocio nocturno muy populares, como por ejemplo el Assai o el Índigo, en donde era posible ir a bailar y divertirse, o incluso poder charlar más o menos tranquilamente, cenar o tomar algo.
La mayor diferencia entre una discoteca y ese tipo concreto de locales solía ser la música que programaban, su decoración interior y la edad de la gente que acudía a ellos, normalmente muy joven en el caso de las discotecas palmesanas y algo más mayor en el de las salas de fiesta y las boîtes.
Así, la mayor parte de clientes habituales del Assai o del Índigo solían ser personas de entre treinta y pocos y cincuenta y muchos años, normalmente personas solas, sin pareja, separadas o divorciadas, aunque también era posible encontrar grupos de amigos o de amigas predispuestos sobre todo a bailar y a pasárselo muy bien.
En mi caso, la verdad es que nunca fui muy asiduo de discotecas ni de salas de fiesta, sólo de cafés y de pubs, y las pocas veces que las visité en mis ya remotos años de juventud fue casi siempre por la insistencia de mis queridos y marchosos amigos.
Mientras ellos y yo solíamos permanecer, normalmente, sentados en la escalera, acodados en la barra o de pie en un rincón, aburriéndonos con suma serenidad y elegancia, las personas que habían acudido solas buscaban, con frecuencia, algo más.
Bailar era entonces, y seguramente también ahora, una manera de divertirse, y, a la vez, de intentar seducir o de ser seducidos, buscando o soñando quizás también en algunos casos con poder encontrar el amor y la pasión, a veces para toda la vida y otras veces durante apenas unas pocas horas, al ritmo de la música, del mambo, de los boleros, del jazz, de la salsa, del merengue o del pop-rock.
Siempre que pienso en el ambiente que solía haber en algunas de esas salas de fiesta y en otros locales de ocio viene a mi mente un poema extraordinario del gran poeta José Hierro, que se titula Mambo. «Desde el pie hacia la cintura,/ la música alza sus pámpanos/ envolventes. Oleadas/ de sombra ascienden, girando,/ hasta los astros azules,/ naranjas, verdes, dorados».
Entonces, en aquellos ya lejanos años, casi todo el mundo fumaba -y bebía- casi siempre demasiado, aunque no sólo allí. «Cerré los ojos. La música/ encadenada al piano./ Negabais vuestro destino/ después de cantar el gallo./ Y así noche a noche. Así:/ fumando y bailando. Mambo», proseguía el poema.
A pesar de su título, tan musical y a la vez tan evocador de posibles noches de diversión y de alegría, es este uno de los poemas más tristes y melancólicos que he leído nunca, cuyo espíritu y mensaje esencial se resumen de manera perfecta en la parte final de su última estrofa, a modo de conclusión.
«Noche a noche así, Dios mío,/ recitando vuestro falso/ papel, hijas mías, lluvia/ de juventud, de verano./ Bailando. Mambo. Riendo./ Mambo. Cantando. Bailando./ Sin un sueño roto que/ valga la pena llorarlo».
Quizás hoy ya no sea así, porque el mundo y nosotros hemos cambiado, o porque apenas quedan ya salas de fiesta, o porque buscamos el amor y la pasión en algunos otros lugares y espacios. O simplemente, quizás, porque ya casi nadie fuma ni bebe hoy, ni baila tampoco el mambo.