A veces, cuando faig dissabte y voy quitando con sumo cuidado el polvo, los ácaros y los pececillos de plata de todos los libros que tengo en casa, descubro todavía hoy algunos libros que no sabía que tenía o de los que ya no me acordaba.
Cuando eso ocurre, me suelo alegrar casi tanto como si en realidad me hubiesen tocado la Lotería de Navidad o el Euromillón, que nunca me han tocado, por cierto. Esos libros reencontrados suelen ser, normalmente, obras literarias o ensayos que compré en mis ya muy lejanos años de estudiante universitario de Filosofía.
En aquella época, y con posterioridad, fui comprando libros y más libros, y luego también filmes en DVD, con la esperanza de que llegaría un día en que dispondría del tiempo suficiente para poder ir leyéndolos y viéndolos todos poco a poco, sentado en mi querida butaca orejera de color gris marengo.
Pasadas ya tres décadas desde entonces, apenas he podido leer una decena de aquellos libros y sólo habré visto un número similar de películas en mi viejo reproductor, así que me temo que el cumplimiento de aquel buen propósito seguramente resulte ya casi del todo imposible, aun a pesar de seguir conservando todavía hoy mi antigua y estimada butaca.
Pese a mi optimismo casi congénito —sic—, a día de hoy no veo demasiado factible poder lograr aquel objetivo libresco-fílmico, incluso aunque yo llegase a vivir casi cien años o incluso unos pocos años más, como los que vivió el mallorquín Josep Mascaró, conocido como 'el abuelo de la Coca-Cola'.
Seguro que la mayoría de ustedes aún se acordarán de esta persona extraordinaria, gracias al entrañable y estimulante anuncio que protagonizó en 2009, cuando contaba ya 102 años de edad.
«Soy un suertudo. Tengo suerte por haber nacido, como tú; por poder abrazar a mi mujer, por haber conocido a mis amigos, por haberme despedido de ellos, por seguir aquí», explicaba Josep al inicio de aquel precioso anuncio, en el que veíamos cómo se desplazaba desde su Vilafranca de Bonany natal hasta Madrid para conocer a una recién nacida, Aitana Martínez.
«Te preguntarás cuál es la razón de venir a conocerte hoy. Es que muchos te dirán que a quién se le ocurre llegar en los tiempos que corren, que hay crisis, que no se puede... Esto te hará fuerte. Yo viví momentos peores que este», le decía Josep a Aitana en su primer encuentro, para añadir: «No te entretengas en tonterías, que las hay, y vete a buscar lo que te haga feliz, que el tiempo corre muy deprisa».
Y él sabía bien de lo que estaba hablando. «He vivido 102 años y te aseguro que lo único que no te va a gustar de la vida es que te va a parecer demasiado corta. Estás aquí para ser feliz», le comentaba igualmente Josep a Aitana.
Cuánta razón tenía Josep. Sí, estamos aquí sobre todo para ser felices. O al menos para intentarlo. Y la felicidad, o al menos un pequeño fragmento o trocito de ella, suele encontrarse muy a menudo en las cosas más sencillas, en aquellas que a veces no valoramos como deberíamos o para las que a menudo no tenemos tiempo, como leer un libro, ver una película, escuchar una canción, contemplar un cuadro, pasear con calma, viajar un poco más, frecuentar más los cafés, contemplar un paisaje, charlar tranquilamente con una persona querida o simplemente no hacer nada.
Quizás por ello, uno de los verbos que seguramente deberíamos de intentar conjugar más en nuestras propias vidas sería «priorizar», en el sentido de procurar dedicar algo más de tiempo a hacer lo que de verdad nos gusta y a no dejar de perseguir nuestros mejores sueños, aunque a veces los vientos parezcan soplar tal vez en contra.
Porque al final, como le decía también Josep a Aitana, de lo único que nos acordamos es siempre de las cosas buenas.