Escuálido y acabado como tantos desamparados sin recursos de nuestro país por el maldito Covid, Mosqui llegó para quedarse. En el campo, su cercano rondar la casa nos protegía de sus presas naturales. Todo el mundo sabe cómo es un gato común; el nuestro, en cambio, es especial y se lleva la palma del contento que nos aporta. Al poco de habernos conocido cuando le acogimos, somos ahora parte de sus dominios.
Confieso que yo no lo quería por aquí, pero Mosqui enseguida aprendió cómo asentar sus reales entre nosotros. Vino con el ejército de sus encantos a alegrarnos el día a día. Como en cada casa, en la mía supo enseguida dónde arrimarse y optó por quien sería ya su dueña, acompañándola todo el día, a sol y a sombra, ganándose las caricias y los mimos que le prodiga, provocándolos también con los suyos y con su paso suave, armonioso y seductor. Nos guarda la casa, nos recibe siempre al volver y hoy es un bálsamo imprescindible en el aislamiento de nuestra convivencia.
A la vista, su socialización exterior es menos conocida, pero ya sabemos bien de sus dotes naturales para la conquista y el afianzamiento de su imperio entre nosotros y en la amplitud de la extensión que controla.
Mosqui, al cabo del tiempo, me rindió también.
En nuestro país, muchos seres humanos -demasiadas familias desamparadas y perdidas- buscan la seguridad de una casa que les cobije, como un Mosqui cualquiera, pidiéndole al Gobierno el favor de su tutela y de su amparo, entregándose con sus carantoñas mimosas y zalameras al esclavismo de esa falsa seguridad que nos impone sin oírnos rechistar, sin el maullido lastimero de nuestro insano, desorientado y recóndito retiro.
Será por la época, pero nuestro Mosqui doméstico ya muestra maneras, conserva los fuertes genes de su naturaleza y su gemido, ahora más sonoro y ronco, lo dice claro: ya sale a encontrar pareja, cumple con su cometido y regresa a casa, dejando ahí fuera otros gatitos que tal vez querrán acompañarnos luego.
La gente, en cambio, sigue encandilada, absorta con las caricias y las falsas promesas de una cobertura vital y gubernamental que no se vislumbra, con la vana ilusión de un apoyo internacional y el imposible despegue económico inmediato del país, pero mientras pacientes y confinados aguardamos el final, sabemos que hasta que no nos llegue el momento del impulso vital de Mosqui y de la necesidad de tirar por nuestra cuenta, la palabrería de nuestros mandamases nos mantendrá bajo el endeble y viejo paraguas del refugio de los Ertes, del subsidio del paro, de algunas migajas por las que debe pelear cada familia, de unas pensiones de vergüenza (si es que duran, !ojo¡), de las promesas incumplidas y fraudulentas de los pagos que nos deben y de las misérrimas asistencias de una política gatuna como la que soportamos.
Pero los gatos son gatos: escurridizos, taimados, traidores, como algunos de los que más nos subyugan.
Mosqui empezó cazando moscas, siguió con una paloma y -ufano y orgulloso siempre- nos trajo su trofeo.
Mi gato también es un ladrón que nos roba las hamburguesas a poco que nos descuidemos y luego vuelve con recelo y ronronea a ratos, buscando hacerse querer de nuevo.
Hoy somos esas palomas confiadas, despistadas, incautas e inocentes. Mosqui, en cambio, está ahora en el gobierno de un país de gatos famélicos que se buscan la vida como pueden en el descalabro del abandono a su miseria, en el narcotráfico, con la lacra de los okupas, de las pateras y del hambre.
Mi gato es como este gobierno embaucador y embustero y así será hasta que llegue a casa el perro de mis nietos, Burot, cuando Mosqui se sube a la copa de un árbol o huye temporalmente, alejado por unas horas de la tranquilidad que le ofrecimos.
La rebeldía general será el fin de una sociedad cautiva, aletargada, anestesiada y sumisa con las pobres sobras que nos caigan de la mesa de la opulencia de tantos políticos ávidos de poder, hasta que el perro que llevamos dentro amenace al Mosqui instalado en la casa de todos con las comodidades que nos birlan a los demás.
Como palomas del Mosqui de turno, aceptamos la sentencia. Somos lo que hasta ahora hemos querido ser, un país confiado en el esfuerzo que dejamos para otros, a ésos que con la restrictiva y creciente suspensión de nuestras libertades, con su talante y con la amenaza de sus decretos nos infunden el miedo a la voluntad de resistir y de avanzar de un país que, al punto y despierto ya, quiere ser el dueño de su destino. Como a esas incautas palomas, nos habían robado la posibilidad de volar.
La gente, mientras tanto, sigue con las caricias y ensoñadoras promesas que nos sacarán de apuros. Igual que como con el gato, el ADN gubernamental exige perpetuarse, seguir en el poder para someternos a todos, sangrarnos y dejarnos exangües en la cuneta de nuestro inmediato futuro y en el aun más incierto del de nuestros nietos.
Mientras no nos llegue el momento del impulso vital de Mosqui y de la perentoriedad de tirar por nuestra cuenta, el embaucamiento de la mentira nos mantendrá en el refugio de los Ertes, del subsidio del paro y de las pensiones -mientras duren-, de las promesas y de las miserias de una política gatuna para un país de tantas ratas.
Hoy somos esas palomas confiadas, despistadas e inocentes. Mosqui ahora es un gobierno para un país indolente y desguarnecido, con tantos gatos que se buscan la vida, en el que el mío es como esos malabaristas de ilusiones y de mentiras, y así será hasta que llegue a casa Burot, el perro de mis nietos y el acosado Mosqui se suba a la copa de un árbol o huya de su dominio temporal.
La rebeldía general será el fin de una sociedad adormecida y encandilada hasta que el perro que llevamos dentro asuste al Mosqui instalado en la casa común en que nos habíamos acostumbrado a esperarlo todo de la gracia de sus dádivas, hasta que se oiga la flauta del Hamelin de turno que eche a todas esas ratas al precipicio de la infamia de donde no debieron salir jamás.