OPINIÓN

La Bomba Atómica Trans

mallorcadiario.com

José Manuel Barquero | Domingo 26 de febrero de 2023
El martes pasado unas gemelas de doce años se precipitaron desde el balcón de su casa en un tercer piso. Una falleció en el acto y la otra está grave. Estremece imaginar la escena, especialmente si tienes o has tenido hijos de esa edad. Al leer la noticia de inmediato me vino a la cabeza una de las metáforas más bellas de la literatura del siglo XX: el anhelo de Holden Caulfield por convertirse en un guardián escondido entre el centeno que sujeta a los niños cuando van a despeñarse por el barranco de la vida adulta.
La novela de J. D. Salinger sobrevive este siglo XXI como obra de culto y maldita al mismo tiempo. Setenta años después de su publicación se va acercando a la categoría de clásicos universales por su descripción del malestar adolescente, su inadaptación, los conflictos de identidad, las angustias y la inseguridad. Holden Caulfield cuenta desde un psiquiátrico el fin de semana que pasó en Nueva York escondido de sus padres, y por ahí ya vamos adivinando su dolor entre tanto taco y tanta paja mental.
Ahora que el tsunami woke ha intentado arrasar con la obra de Roald Dahl para hacer desaparecer de su literatura juvenil a gordos, negros o cajeras de supermercado, es inevitable cuestionarse por dónde querrían meter la tijera a los libros de Salinger. Los que agitan la guadaña de la cancelación defienden una creencia mágica: las cosas que nos disgustan desaparecen si no las vemos reflejadas en una página, en una pantalla, en un cuadro o en una estatua. No existe literatura fantástica que supere esta ensoñación.
Si un niño no lee la palabra gordo no se reirá de un gordo en la escuela. Claro, si no hay educación en valores se reirá de un niño “fuerte”, “enorme”, “obeso” o “entrado en carnes”, pero se reirá. No se mofará de un negro, sino de un compañero “afroamericano”. No se burlará de una sudaca, sino de una niña que no habla catalán, por ejemplo. La obsesión por la corrección política encuentra el blanco perfecto en los libros infantiles y juveniles bajo la excusa de proteger las cabecitas más vulnerables, esas mismas que pueden decidir hormonarse cuando están tan desorientadas como la de Holden Caulfield.
Se encontraron sendas cartas manuscritas de las niñas y un par de sillas junto a la barandilla del balcón, pero ha costado esta semana encontrar una crónica del suceso que mencionara la palabra suicidio. Siempre se ha justificado esta elusión con el objetivo de evitar un efecto contagio, por eso sorprende esta autocensura en unos medios que dedican tanto espacio cada día a un diagnóstico psiquiátrico como la disforia de género. Un informe de la asociación Feministes de Catalunya constata que el número de consultas por esta causa se ha disparado en los últimos diez años un 7652%, y que afectan principalmente a menores de edad. Son cifras impresionantes, pero el movimiento queer niega que puedan ser resultado de una moda o una imitación.
El pensamiento mágico sostiene que la solución contra la xenofobia pasa por eliminar la palabra “negro” de los libros. En esa misma línea de razonamiento, parece que mantener el tabú sobre el suicidio frenará los lanzamientos desde un balcón. Por contra, presentar la transexualidad como una solución a problemas que tienen causas muy diversas contribuye a la felicidad de nuestros jóvenes, no a su desesperación. Este razonamiento pendular tan brusco es capaz de desorientar a cualquiera, incluidas adolescentes con tendencias suicidas.
Sin mostrarse de manera explícita, la idea del suicidio sobrevuela varias páginas de “El guardián entre en el centeno”, pero en una de sus digresiones hilarantes Holden Caulfield se alegra de que inventaran la bomba atómica: “así si necesitan voluntarios para ponerse debajo cuando la lancen, puedo presentarme el primero”. Salinger se alistó en la infantería norteamericana en 1942 y volvió de la Segunda Guerra Mundial tan traumatizado que afirmó odiar más el ejército que la guerra, pero la moderna censura, con su mezcla de sectarismo, estupidez e hipocresía, podRÁ acusarlo de belicista por aplaudir en su libro la proliferación de armas nucleares.

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