Pero como los isleños solemos ser de natural algo quejicosos y escépticos, enseguida solemos aplacar ese inicial entusiasmo foráneo hacia nuestra isla replicando que la vida aquí ya no es tan tranquila como antes, que cada día hay más atascos, que a veces nos consumen también la angustia y la ansiedad o que tenemos un carácter un poco raro.
Y si aun así no hemos conseguido convencer del todo a nuestro posible interlocutor de que posiblemente estemos algo más cerca del purgatorio que del paraíso, pasamos a utilizar entonces un argumento desacralizador casi definitivo y concluyente, el de la excesiva humedad que suele haber en casi toda la isla, sobre todo en verano y en invierno.
De hecho, a la humedad le solemos atribuir los mallorquines casi todos nuestros males, tanto físicos como anímicos e incluso extrasensoriales. Si sufrimos artrosis, artritis, sabañones, migrañas, problemas estomacales, molestias en las cervicales, lumbalgias cíclicas o hasta alucinaciones, solemos achacar todas esas dolencias a la humedad.
Del mismo modo, si no podemos dormir, si padecemos un sopor excesivo o si estamos casi siempre muy cansados, lo atribuimos también a esa misma causa. La alusión a la humedad nos permite, además, entender un poco mejor o incluso justificar por qué la resolución de determinados asuntos se demora aquí un poquito más que en otros lugares.
En ese sentido, creo que nuestra alegría sería seguramente ya casi completa si ese pequeño respiro nos lo dieran también algunos mandatarios extranjeros y la hoy imparable inflación. No sé si ustedes estarán o no de acuerdo conmigo, pero creo que la única buena noticia de estos últimos días ha sido poder ver sonreír de nuevo a Tamara Falcó.