Por ello, estoy seguro de que entenderán muy bien la sensación de profunda tristeza que me invadió el pasado martes por la tarde, cuando fui a mi supermercado habitual y vi que se habían acabado las baguettes. Seguramente, tenían previsto reponerlas de inmediato, y además había muchas otras variedades de pan en los estantes, pero he de reconocer que en ese momento me hundí anímicamente casi por completo. Yo sólo quería comprar mi querida baguette, a poder ser crujiente, suave y recién horneada.
En aquel instante me sentí un poco como aquella chica que, en una de las mejores secuencias de Cosas que nunca te dije, lloraba desconsoladamente sobre un estante acristalado del súper porque se habían acabado las existencias de su helado favorito, el «capuccino commotion». Había en el interior de ese estante decenas de tarrinas de helado de distintos sabores, pero esa chica sólo quería comprar el «capuccino commotion». En esa misma secuencia, dicha joven declinaba la amable recomendación que le hacía justo entonces otra clienta, que al verla llorar le proponía que intentase probar en su lugar el «chocolate chocolate chip».
Si en mi caso no me eché a llorar el pasado martes por la tarde en el súper fue un poco por pudor y por no acabar llamando la atención del vigilante de seguridad. Así que me recompuse como pude, me ajusté la mascarilla y salí con la mayor dignidad posible del establecimiento, sin por supuesto haber comprado ninguna otra variedad de pan. Cuando se lo comenté a mis amigos, me dijeron que había tenido tal vez una reacción algo exagerada, pero yo sé que muchos de ustedes me entenderán perfectamente.