OPINIÓN

Los cuñaos

José Manuel Barquero | Domingo 30 de enero de 2022

Se cumplen cien años de la publicación en París del Ulises de James Joyce, e infinidad de artículos bucean hoy sobre la personalidad y el universo literario de uno de los escritores más influyentes del siglo XX. El joven Joyce fue un tipo atormentado por fobias recurrentes, un buen estudiante, perfeccionista hasta lo obsesivo y de trato difícil. En la veintena era un chico esbelto y bien parecido con un nivel de testosterona que desbordaba los límites aceptables para una familia católica en Irlanda. Así que en cuanto pudo comenzó a ir de putas. Leopold Bloom, el alter ego del Joyce maduro en Ulises, se corre en los pantalones cuando se encuentra con una prostituta callejeando por Dublin. Por esta y alguna otra marranada el libro tardó once años más, hasta 1933, en publicarse en Estados Unidos.

Hasta hace bien poco nos podíamos poner estupendos presumiendo del avance de la libertad de expresión y de creación artística. Pero entonces llegó la cultura de la cancelación, que es a la censura lo que una bomba nuclear respecto a la dinamita. Me gustaría ver a algún aspirante contemporáneo al premio Planeta describiendo sus visitas a un burdel. A Guy de Maupassant hoy no lo hubiera matado la sífilis, sino Twitter.

De la explosividad sexual del joven Joyce da cuenta la correspondencia privada con su mujer, Nora Barnacle, publicada en español en 1982 por la editorial Lumen, y nunca reeditada. Ahora, en el centenario del Ulises, salen de nuevo a la luz los pedos, culos, capullos, folladas y pajas compartidas con su santa esposa. Joyce era exquisito con el lenguaje que utilizaba en público, pero esas cartas íntimas fueron halladas por la cuñada de Joyce -ay, los “cuñaos”- cuando este murió, y vendidas medio siglo más tarde de ser escritas. Uno piensa en algunos textos de juventud y agradece ser un columnista de provincias, y no un genio de la literatura universal.

En fechas recientes también han visto la luz los Diarios de Stefan Zweig (Ed. Acantilado 2021). Las entradas que datan de sus primeros años son las propias de un joven de familia adinerada, culto, cosmopolita, seductor y fogoso. Es obvio que algunos autores escriben sus diarios contando con su hipotética publicación futura, pero los relatos que hace Zweig de sus paseos por el Pratern vienés a la caza de jovencitas invitan a pensar que su deseo era que permanecieran ocultos. Hay alguna descripción tan críptica de sus salidas que se ha forzado su interpretación hasta concluir en un supuesto vicio exhibicionista. Otro pervertido, como Joyce.

Todos los escritores, también Joyce y Zweig, trabajan para que los publiquen y no para que los censuren. El caso de los diarios personales admite en general pocas dudas sobre la ética de su publicación, porque a menudo arrojan luz sobre la personalidad del autor, sus circunstancias, su trayectoria intelectual o sus motivaciones para escribir sobre un tema o u otro, con este o aquel enfoque. Pero a las cartas privadas no sobrevive ni dios.

Sin restar un ápice de importancia penal a sus mangoneos económicos, a la imagen pública de Iñaki Urdangarín -ay, los “cuñaos”- le hizo más daño la publicación de sus correos rijosos de semental empalmado que la compra del casoplón en Pedralbes. Ahora se ha dejado fotografiar en una playa del sur de Francia -a dos horas de coche de Vitoria- con una amiga entrañable pensando que paseaba anónimo por las costas de Namibia, confirmando así el nivel de inteligencia que ya apuntaba en sus mails. Dicen que la cárcel da lecciones de vida, pero la discreción no debe figurar en el temario.

¿Uno es escritor las 24 horas del día? ¿Se es periodista a tiempo completo? ¿El off the récord debe ser previo y explícito aunque ambos llevéis tres copas encima? ¿El político no debe descansar de su trabajo ni cuando duerme? ¿Qué es un personaje público? ¿Quién lo establece y hasta dónde es público? Esta sociedad del espectáculo, hiperconectada y que exige una transparencia que roza la obscenidad, hubiera castrado a genios como Joyce, o asfixiado intelectuales como Zweig. Echen un vistazo a sus whatapps, o a los privados de sus redes sociales, y den gracias de estar muertos dentro de cien años.