OPINIÓN

Un asunto incómodo

José Manuel Barquero | Domingo 19 de diciembre de 2021

En el siglo VI el Concilio de Orleans determinó que Judas había cometido un crimen más grande quitándose la vida que traicionando a Jesús. Desde entonces las leyes divinas y humanas han venido negando la posibilidad de renunciar a la propia existencia. Hace 1500 años que la muerte voluntaria fue declarada pecado y delito, aunque para este último no haya castigo terrenal posible porque el culpable ha fallecido. A pesar de ello a algunos les extraña que en el siglo XXI el suicidio siga siendo un asunto tabú.

Emile Cioran se pasó media vida elucubrando sobre quitarse la vida, pero murió en un hospital de París a los 84 años con su cerebro devastado por el Alzheimer. Antes confesó que sin la idea del suicidio se hubiera matado mucho antes, porque para él significaba la posibilidad de burlar la “condena a la vida” impuesta por los poderes del cielo y de la tierra. Y dejó escrito: “el suicidio de los demás nos cura del nuestro”.

Me espanta la expresión “luchar contra la enfermedad”. ¿De verdad se lucha contra el crecimiento descontrolado en tu cuerpo de unas células malignas? Uno se somete a los tratamientos que le indican los médicos, a cirugías agresivas, a lo que haga falta para curarse, y trata de llevar el proceso lo mejor que puede física y mentalmente. ¿Constituye eso una batalla? He visto a amigos afrontar el cáncer con una entereza apabullante regalando a los demás una lección de vida, y a veces de muerte.
En este último caso, ¿significa que han perdido? No concibo injusticia más grande que recordar a esas personas en términos de derrota.

Sucede lo mismo con la depresión, una enfermedad demasiado compleja para opinar sin ser psiquiatra. En relación al ser humano el cerebro es lo más parecido al infinito, un órgano inabarcable. Pero sí me parece sano reflexionar sobre la propia muerte, tenerla presente, porque es una manera de iluminar la vida, del mismo modo que es la enfermedad la que otorga el valor exacto a la salud.

Volviendo a Cioran, decía que “nadie hasta hoy ha sabido comprender ni una sola tragedia, por qué el héroe no se echa atrás en el último momento…”.

No cabe reflexión más ajustable al suicidio: ¿Por qué este día sí lo hizo? La actriz Verónica Forqué había superado varias depresiones. Había hablado de ello en los medios de comunicación, de la importancia de pedir ayuda profesional y de la necesidad del uso de fármacos sin que ello suponga enmascarar las causas del problema. Era una mujer querida por sus amigos y admirada en su profesión. Y no era un excepción. Otros actores, deportistas, cantantes y artistas de éxito han verbalizado su experiencia.

Paradójicamente esto contribuye a pensar que la depresión es una enfermedad sobre todo de ricos, o de gente acomodada.

Si soy una persona anónima, ¿cómo voy a decir que estoy deprimido? Sin querer asociamos ese mal a la debilidad, a la flaqueza de espíritu, a no “luchar” lo suficiente. Un actor con varios Oscar, el héroe de una copa del mundo de fútbol o la primera mujer que subió las 14 montañas más altas del mundo sin oxigeno artificial dan un paso al frente y hablan de su problema.

Son personas reconocidas que han demostrado públicamente una encomiable capacidad de sacrificio. ¿Y el ama de casa? ¿Y el funcionario del ayuntamiento o la maestra de escuela? El tabú está aquí, no en Brad Pitt ni en Lady Gaga.

Fernando Aramburu ha vuelto a escribir una novela maravillosa, plena de inteligencia y humor, sobre un hombre que planea suicidarse en el plazo exacto de un año. Los vencejos (Tusquets editores) demuestra que cuando la vida se pone cuesta arriba más que fuerzas hay que tener ganas de subirla, y que no siempre es fácil encontrar los puntos de agarre para trepar, ni siquiera conociendo la técnica, acudiendo a terapia o tomando antidepresivos. El año pasado se suicidaron en España casi 4.000 personas, y quizá sea honesto reconocer que no todas esas muertes fueron evitables, o tuvieron culpables. No conozco la solución a este drama, pero quizá el camino comience por juzgar menos a las personas que se quitan la vida, dar menos lecciones baratas de autoayuda, sentir compasión y mostrar algo más de respeto por la decisión más trascendente que puede tomar un ser humano. Esto no contribuirá a que la gente se lance por los balcones, sino a deshacer el estigma que acompaña a ese sufrimiento.

Mi abuela murió de Alzheimer, un enfermedad que en la gran mayoría de los casos no es hereditaria pero tiene un componente genético. Yo he pensado en el suicidio. No en suicidarme, claro, pero sí en la hipótesis de poner fin a una situación indeseable si se llegara a producir y mientras esa decisión dependiera de mi. También si me quedara completamente ciego. Y ya. No contemplo más posibilidades de autoliquidarme. Me cuesta explicar que sea precisamente esa reflexión la que me enseña a vivir más feliz, pero es así.

Es un asunto incómodo que uno prefiere no comentar, y a pesar del silencio tengo la certeza de no ser una excepción, aunque nadie hable. Quiero pensar que escribir esto es una manera de romper el tabú.