Los belgas padecen una cierta tendencia al desorden. Sin llegar a ser caóticos, viven sometidos a fenómenos de cualquier índole que les proporcionan una enorme desestabilización y un grave desconcierto.
El país es y ha sido regido por Leopoldos, Balduinos y Felipes, y la gente no acaba de encontrar su lugar en el mundo...de momento; realmente, agotados por circunstancias que no pueden controlar, los belgas de Bélgica intentan sobrevivir al presente a base de cerveza, tomates con gambitas grises del Mar del Norte y otras alegrías.
Su meteorología, por ejemplo, es desconcertante y no responde a ningún tipo de lógica ni racionalidad. Llueve la mayoría de días del calendario...pero, de vez en cuando -cuando a Dios le parece bien- luce un sol tímido y avergonzado que parece alimentar alguna esperanza de futuro. Medio minuto despues, el cielo deviene siniestro y se rompe en millones de gotas acuosas nuevamente. Así es imposible; no hay método.
Políticamente, la inestabilidad se muestra igual de turbulenta y resolutiva. Francófonos y neerlandeses se enzarzan en mil y una discusiones y luchan encarnizadamente por obtener el control de Bruselas, la capital, tal y como si se tratara de Jerusalén. Además, veranean los unos en casa de los otros, seguramente para joder. Así no hay manera. No hay intimidad.
A los belgas les duele el espíritu. No se ven, no se saben ver ni en un espejo. A pesar de todo, entre las distintas tribus, el pueblo llano, en general, produce tipos maravillosos: gente positiva, inteligente, sensible y con corazón caliente que se enfrenta a sus múltiples adversidades con ánimo de combate y un humor excelente. Aficionados al desorden, tambien.
Algunas cosas unen a los casi divorciados moradores de esta tierra mojada (hasta la luz es húmeda) y ventosa: los mejillones a mansalva, las patatas fritas, las anguilas, las endivias, las vacaciones en Marbella y, sobre todo, la cerveza (Bélgica es el primer consumidor de cerveza del planeta por habitante y litro). Algunas marcas del prestigioso líquido dorado ofrecen nombres que garantizan un beber musculoso y solemne: Delirium Tremens, Muerte súbita, Lucifer, Te Deum o El diablo rojo.
La cerveza (en el país donde se inventó el saxofón, seguramente uno de los grandes inventos de la historia de la Humanidad) unifica, fortalece, cohesiona y estabiliza la vida a sus sufridos habitantes y, de paso, les regala la alegría que el cielo y la política les niegan, elevando sus espíritus a la categoría de la racionalidad más exuberante.
Algún día, los belgas sabrán quién son.
Y, mientras tanto, un servidor de ustedes -y su Amor efervescente, cálido, acogedor, apasionado y espontáneo- ve pasar las horas en el interior de una casita como de muñecas. Un silencio intenso y una espectacular, por sencilla, vista sobre el brillante cesped del jardin, de un verde esplendoroso y potente, presiden el salón en el que besos, caricias y abrazos se funden para compartir sentimientos y amorosas complicidades, a la vez que se devoran libros, se resuelven crucigramas, se contempla la variable acción del fuego del hogar; y, en el exterior, se apilan los troncos de leña que darán vida a la chimenea.
Situaciones, todas ellas, que marcan un grado de felicidad y que, rasgando y rompiendo moldes y rutinas, dan serenidad y un sentido verdadero de la Vida. Autenticidad, complicidad, realismo sin fisuras, humanidad, entusiasmo, pasión y un delirio vital que brota del espíritu y mueve el corazón.
Hospitalidad belga y amistad rotunda: ¡gracias!