En la vida, se suelen comentar aquellos libros que son publicados y, más tarde, leídos por las personas a las que acostumbramos a citar como lectores. Es lo que hay; ni más ni menos.
Así que -cada vez que un libro nuevo aparece en el mercado- un puñado de 'críticas' amanecen en todos los medios de comunicación. Lo mismo ocurre en las nuevas películas u obras de teatro. Y, a su vez, los lectores y los espectadores 'comentan' los respectivos trabajos de sus profesionales, de sus artesanos. De manera que -sin que nadie se corte ni un pelo- las diversas y masivas opiniones se desparraman por el mundo como los racimos del moscatel en sus cepas.
Ahí es nada: todo dios se cree con el derecho de manifestar sus particulares puntos de vista, igual que todo el mundo introduce sus votos en las urnas a la hora de elegir a sus representantes políticos o sindicales; me parece correcto; nada que objetar.
Otra cosa son aquellas personas que, ejerciendo el oficio de 'crítico' (de literatura, teatro, cine o música), tienden a influir en el ánimo de los distintos intelectos pasivos, consumidores de las múltiples creaciones más o menos artísticas. Y ahí le duele.
En el transcurso de mi ya amplia vida profesional he tenido ocasión de conocer a algunos de estos 'criticadores' con ínfulas de expertos. Algunos de ellos (más de los que se podría esperar) acostumbran a ser personas algo frustradas ante las intenciones primarias de su vocación: periodistas que quisieron ser escritores, autores de teatro o directores de cine. Los hay, los hay, créanme; no lo duden.
Generalmente hablando, no entiendo sus pareceres. Un servidor es partidario de ver trabajos artísticos y darle a la mente sin ninguna necesidad de que 'otro' le cuente nada; es un problema de autoestima. Uno es capaz de 'entender' lo que significa un libro, una película o una pieza de teatro. 'Segundos fuera', es la expresión que se ordena en boxeo para eliminar a los moscones que hay en el ring antes de un combate. Pues eso: críticos fuera.
En el mundo de la literatura, se critican y se comentan los libros y, consecuentemente, se dan versiones sobre las obras citadas y sobre la personalidad de los respectivos escritores. Lo que, curiosamente, no se produce es la opinión que tienen los escribientes sobre el modo de escribir, el arte de ocupar páginas en blanco, las sensaciones que envuelven su mundo literario.
Yo les cuento: en mi caso personal – y sin notables excesos de petulancia- en el momento en el cual me enfrento a una página virgen entro en un ligero trance. Mi atención se concentra y toda mi sangre fluye hacia el cerebro (al estilo del pene ante la excitación sexual, si se me permite la estrambótica comparación...); dejo que mis ideas broten en libertad y me dispongo a plasmar mis pensamientos en el teclado del ordenador; siento un disfrute difícil de explicar; mi corazón late con vibraciones positivas y mi mente se suelta en el 'qué' y en el 'cómo': qué voy a intentar describir y cómo lo voy a vestir.
Un léxico abundante y cuidado ayuda, y mucho, al desarrollo del relato; nula búsqueda de sinónimos que nunca serán naturales y forjarán una literatura forzada y sin personalidad. Como decía el gran Azorín, la escritura debe ser clara e inteligible, comprensiva, nítida: “La puerta es verde”, decía el maestro.
Escribir es, básicamente, 'describir', ya sean personajes (en el caso de las novelas), situaciones, ambientes, recuerdos, etc. Uno de los grandes logros de la literatura universal consiste en la creación y puesta en escena de los adjetivos: he ahí el enorme mérito; porque pasa que para describir bien hay que adjetivar correctamente. Y no es nada fácil. Luego -y eso ya es harina de otro costal- se trata de conseguir que lo escrito (aquello que la tinta imprime) siga unas ciertas normas de musicalidad, lo que quiere decir, fundamentalmente, ritmo, armonía, oído y afinación.
La emoción: pieza crucial en el proceso de creación literaria. Cualquier frase escrita debe contener su punto de emoción; para empezar, el escritor tiene el deber de 'sentir' esas mariposas que el cerebro le manda y, además, tiene la obligación moral de contagiar esta alteración del espíritu a sus lectores, sea el que sea el contenido de su discurso literario.
Hay que tener un gran respeto a la hora de construir frases, relacionarlas, darles forma y exponerlas al lector. Nada de complicaciones falsas que sólo producen tedio e incomprensión en la persona que lee el texto. Hay que relatar en posesión de una cierta vitalidad y alegría, por muy macabro o siniestro que se refleje en el texto. Es necesario haber leído mucho antes de escribir: la escritura no es ningún acto de improvisación causada por la ignorancia. Ahí están los clásicos.
No estoy por la labor de dar lecciones a nadie: simplemente, he intentado dar a conocer mis reglas de juego. Tampoco deseo haber pontificado: cada caso es un mundo. He tenido el placer de haber conocido a diversos escritores, digamos importantes, y haberles comentado estos conceptos, y todos me dieron su beneplácito. Ahora mismo estoy en disposición de seguir escribiendo a troche y moche, pero mis límites de este artículo ya han sido superados y no me apetece que los editores de este períodico me abronquen por abusón.