OPINIÓN

Andorra, solo turismo

Emilio Arteaga | Martes 05 de octubre de 2021

Llevo cerca de treinta años yendo una semana a Andorra, donde tenemos un pequeño apartamento en multipropiedad. Nuestra semana es a finales de enero, en plena temporada de esquí, así que siempre había conocido el pequeño país pirenaico con el paisaje nevado y los bosques con los árboles caducifolios, la mayoría abedules, sin hojas, solo auténticos esqueletos arbóreos, que, eso sí, reverdecen cada primavera.

Mi mujer y yo no esquiamos, nunca lo hemos hecho. De hecho, considero el esquí un deporte bastante absurdo, opinión que emito a riesgo de ganarme la animadversión de todos sus practicantes, pero nuestros hijos y nuestros nietos sí practican el arte de deslizarse montaña abajo sobre unas tablas alargadas con la ayuda de unos bastones para mantener el equilibrio, o sobre una mucho más ancha y corta y sin bastones, para, una vez abajo, volver a subir y repetir la bajada y así una y otra vez, hasta que se cansan. Lo dicho, no le veo la gracia. Sí que se la veo al esquí nórdico, que no deja de ser senderismo con esquís y que te permite disfrutar del trayecto y del paisaje.

El caso es que por el habitual transcurso de la vida, hace años que ni nuestros hijos ni nuestros nietos pueden ir a Andorra en esas fechas y mi mujer y yo, al no esquiar, tenemos las actividades muy limitadas, ya que muchas carreteras y caminos están cerrados por la nieve y el hielo, o requieren de un cuidado extremo y conocimiento del tipo necesario de conducción que nosotros no poseemos, así que hacía tres años que no volvíamos.

Este año ni tan siquiera podíamos viajar en enero por las restricciones impuestas por la pandemia, así que decidimos cambiar la semana por la última de septiembre y así hemos venido a Andorra por primera vez a principios de otoño.

El cambio ha sido espectacular. Los bosques están completamente verdes, las hojas de algunos caducifolios empiezan a amarillear, añadiendo color al paisaje, las carreteras y caminos, incluyendo los de alta montaña, están todos practicables para la conducción y el senderismo y ello nos ha permitido visitar lugares y paisajes maravillosos, a los que en pleno invierno nunca habíamos podido llegar, liberados de la nieve y del esquí, hemos visitado más lugares en una semana que en las veintitantas anteriores.

Andorra es un país de paisajes maravillosos, tanto en invierno como en verano, reconozco que prefiero el verano, pero también es un país que ha padecido un desarrollo urbano tremendo, con una construcción desaforada que ha ocupado la práctica totalidad de la zona baja del valle principal, Sant Julià de Lòria, Andorra la Vella, Escaldes-Engordany y Encamp y que empieza a encaramarse por las laderas de las montañas, excepto en las zonas más empinadas, donde los desprendimientos litorreicos desaconsejan cualquier veleidad constructora, aunque no hay que descartar que se ingenien alguna solución ingenieril y los edificios prosigan su ascenso montaña arriba.

Tampoco el resto de las parroquias, Canillo más al norte y La Massana y Ordino-Arcalís en el otro valle, se han librado de la fiebre constructora-destructora, pero la padecen de forma algo más atenuada. Una de las consecuencias más tristes de esta urbanización desmesurada es la pérdida de la fisonomía tradicional de la mayoría de los núcleos históricos de población, ahogados sin contemplaciones por los nuevos edificios. En algunas ocasiones incluso se ha trasladado construcciones dignas de ser conservadas, para hacer sitio a las nuevas infraestructuras, como en el caso de Ransol, donde tenemos el apartamento, en el que trasladaron la ermita de Sant Jaume, una preciosa iglesiuca prerrománica que formaba parte de camino de Santiago andorrano, unas decenas de metros, porqué había que construir la carretera que, a su vez, permitiría construir los mamotretos de apartamentos que ahora ocultan las casas tradicionales y han afeado para siempre el paisaje.

La ermita la dejaron al lado de la actual carretera, del otro lado de los edificios, en una zona libre de casas, pero no suficientemente satisfechos con el estropicio, al cabo de unos años construyeron unos apartamentos a su lado, con lo que ahora sus paredes tradicionales de pizarra están semiocultas por las modernas de cemento. Solo alguno de los pueblecitos andorranos mantiene su tipología tradicional, como Bixesarri, Molleres, Pal y algún otro, aunque en el caso de Pal empiezan a detectarse inquietantes movimientos de posibles urbanizaciones.

Se ha construido en todo lugar practicable, algunos inverosímiles, otros en los que lo inverosímil es que alguien haya comprado los apartamentos, como algunos que están en vaguadas sombrías donde apenas da el sol, o hundidos al lado de un río con la consecuente humedad permanente y cargándose de paso el bosque de ribera, que afortunadamente está bien conservado en muchos tramos de los ríos y riachuelos andorranos.

Ahora la fiebre constructiva ha llegado incluso a la edificación de rascacielos, con unas torres que se están construyendo en Escaldes.

Tal parece que pretendan delinear un nuevo skyline al estilo de las macrourbes, cuando la línea del cielo genuina de Andorra la forman los perfiles de sus montañas.
Es cierto que el progreso económico de Andorra, aparte del tema bancario y de paraíso fiscal, que parece solventado, a menos la UE la ha sacado de la lista negra, se ha basado en el turismo, sustentado sobre tres pilares: comercio, esquí y construcción. Pero este tipo de economía fundamentado casi en exclusiva en la afluencia de visitantes es muy vulnerable a factores externos incontrolables, como hemos visto con la pandemia de la covid 19, que ha supuesto un año y medio de casi total parálisis de los flujos internacionales de viajeros.

En Andorra también han notado mucho la crisis de turistas provocada por la pandemia. Muchos restaurantes, tiendas y establecimientos turísticos han cerrado y otros se mantienen en precario. La construcción se ha ralentizado durante este período, así como toda la actividad comercial.

Ahora, sin embargo, se está volviendo a acelerar toda el trajín alrededor del turismo y no parece que las autoridades andorranas se planteen un cambio en sus políticas, ni que tengan intención de iniciar planes de exploración de alternativas económicas. Da toda la impresión de que piensan seguir con todos los huevos económicos en un solo cesto, lo que conlleva el riesgo de que si se desfonda no quede ni un huevo entero.


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